Pues era verdad, que nunca hago caso a nada, eso de que no sabes cuándo estás por última vez con alguien. Lo ves, crees que es una más, te despides a la ligera, ya nos veremos, y nada. Pum. Que te enteras a las semanas de que ya no está. Así me enteré yo ayer de que cierra el Café Central de Madrid. La última vez, sin saber que lo era, se produjo hace unas cuantas semanas, cuando compartí una jugosa velada con los amigos de Hislibris, el foro de novela histórica, a la salida del coloquio sobre mi Sherlock Holmes y el misterio de las voces húngaras. Precisamente, con Javier Baonza, el editor, he conspirado con gusto varias tardes en la terraza del Central durante el último año, preparando la saga.
Pero el interior, más que las afueras, era donde estaban los recuerdos. Cruzabas la entrada de madera roja, con su cartel de Música en vivo, y tenías esas mesas que parecían tiradas por un niño, puestas en cualquier parte. Algo del orden caótico de una clase de preescolar impregnaba el salón, con sus mesas de mármol tan pesado, sus sillas siempre en movimiento conformando bandadas de animados habladores, con sus sillones mullidos. El reservadito de dentro, con tan pocas mesas, debajo de las escaleras, donde la discreción sabía mejor que el güisqui. Y el escenario, claro está, donde yo no he dejado de ver al Krahe, incluso en los últimos tiempos, ya sin él. Durante dos semanas en junio cantaba, así como antes de Navidad. «No sé por qué se llena esto para verme todos los días», me dijo una vez, estupefacto. Y yo me aventuré: «No se llena por los días que vienes, Javier, sino por todos los que no vienes al cabo del año. Vendríamos a diario». Y el jazz, que te permitía escribir en penumbra.
Una vez, Emilio de Felipe, primus inter pares, harto de que no lo atendiesen en la barra, por un descuido, llamó por teléfono al propio local. El camarero, el mismo que no lo atendía, se apresuró a responder la llamada. «Hola, soy tu cliente, que estoy al fondo de la barra. Ponme un café, por favor».
Nos cierran el Central, y para recordarlo sólo me quedarán las páginas de la novela Alejandría, también en Ediciones Evohé, que pasan por ese salón ahora silencioso. ¿Te acuerdas, Enric Rufas Bou, de las noches allí, cuando Gerardo echaba el cierre y nosotros nos quedábamos dentro, a puerta cerrada, arreglando el mundo, desarreglándonos nosotros, debatiendo acerca de estructuras narrativas, fútbol y señoras? Una mujer se molestó conmigo en una de esas noches, precisamente, por llamarla señora. «No soy tan mayor», se ofendió. Y como no le satisfizo mi explicación: soy cordobés, llamo de usted a la gente por respeto, no en atención a sus años, no tuve más remedio que acudir a los versos de Bukowski: «La edad no es un crimen, pero una vida deliberadamente perdida sí lo es». La cita, por cierto, encantó al Krahe, que me pidió el poema entero.
Cierra el Café Central, y no sabemos ya dónde meternos, que vienen las décadas arrasando, mientras se quejan algunos de que todo el centro ha quedado para turistas. Se quejan los mismos que han vivido de ellos, sólo que ahora se dan cuenta de que ese turismo deja mucho en un principio pero cambia el modelo de barrio. Ya no hay barrio. A ver si creíais que todos los viajeros son como los de los toros, que sí van comiendo y bebiendo allá por donde pisan. Los sueldos están como están, a la mitad de la mitad de la mitad. El país, empobrecido, desvalijado, va cediendo a la condición de mapa de franquicias infames. «La noche que llegué al Café Central», dan ganas de empezar una novela así, emulando a Umbral con el Gijón. No sé qué pondrán ahora en su lugar. ¿Un gimnasio, un Diez mil Montaditos, una oficina de la Agenda 2030? Que nos quiten lo bailado. Lo bebido, más bien, lo hablado, lo fumado, lo jazzeado, lo trasnochado, lo besado, lo amado, lo cantado, lo vivido. ¡Salud!