Bukowski

Para muchos, Bukowski no deja de ser un autor menor, conocido en esencia por sus legendarias borracheras y por una vida de sucias pensiones y mujeres acordes a esa existencia disipada. En lo literario, al menos cuando yo comencé a leerlo, que coincidió más o menos con su muerte, en el 94, la gente seria sólo lo mencionaba para menospreciarlo como un escritor de cuentos subidos de tono.

Pero Bukowski posee dos cualidades que lo hacen merecedor, entiendo, de pertenecer a mi selección de autores predilectos. A saber: su capacidad como crítico y su valía poética. Como crítico, él te dice qué escritor sí y qué escritor no, y te lo argumenta. Puedes estar de acuerdo con la opinión que te ofrece, pero sus razones siempre resultan de peso y, como poco, a tener en cuenta. Al contrario que Nabokov, ama a Dostoievski y emplea palabras duras contra Tolstói, que no es de su gusto. Ensalza a John Fante, su maestro, y echa por tierra a toda la generación beat, en la que algunos pretendieron incluirlo de manera equivocada.

Y el Bukowski poeta, que es por lo que ocupa esta columna de domingo de verano. El viejo indecente, como se le llegó a conocer, sabía lo que se hacía, lo que ocurría sobre el folio en el que se sentaba a teclear de noche, con vino, al hilo de la música clásica. Y él mismo se percató de que durante sus últimos años se le había afinado el estilo. Yo creo que se había desprendido de la carga de tener que andar aparentando que le avergonzaba escribir bien. Aliviado el Bukowski final, ya con dinero y con la vida resuelta, sin el lastre de lidiar con los demás, sin resentimiento por todo lo que aguantó durante las décadas pasadas, florece en él una serenidad de espíritu que lo acerca al zen. Cualquiera lo diría. De hecho, cuando digo esto me suelen mirar raro, como si yo viese en Bukowski lo que quiero ver y no lo que es. Pero que sea su propia voz la que lo demuestre.

Tomo sus versos de ¡Adelante!, de la editorial Visor, en cuya contraportada ya nos advierte el autor respecto a ese cambio interno que se va reflejando en su obra: «Las palabras son más sencillas pero más cálidas. Me alimento de distintos surtidores. Estar ya cerca de la muerte es vigorizante».

Las inmediaciones del ocaso de la propia existencia, el derrumbe último del cuerpo, es asumido con tranquilidad, tras décadas de escribir sobre el asunto de forma prematura. «No llores mi pérdida. Lee lo que he escrito y luego olvídalo todo. Bebe del pozo de tu ser y empieza de nuevo».

La línea clara es el estrecho pero íntimo sendero al que han conducido los caminos, las rutas ensayadas desde joven. Que te entienda todo el mundo, sin venderte, sin alharacas, sin aspavientos. «Cuando un mecánico de coches cualquiera empiece a llevar libros de poesía para leer a la hora del almuerzo, entonces sabremos que estamos avanzando en la dirección adecuada». Este concepto, obviamente, lo convierte en apestado para pedantes de café, profesores que se pavonean o malos escritores que ocultan su incapacidad tras la maraña de la incomprensión calculada.

Bukowski ha hallado la profundidad de la sencillez, del trazo suave y puro. Y se inspira en sus queridos gatos, que siempre lo acompañaron, como a Hemingway, a Cortázar o a Umbral. «Pueden dormir veinte horas al día sin vacilar ni sentir remordimientos. Cuando me siento bajo de ánimos, me basta con observar a mis gatos y me vuelve la valentía. Estudio a estas criaturas. Son mis maestros».

Y aunque no se encuentra en ¡Adelante!, si queremos condensar el pensamiento de este poeta y captar su espíritu, otra vez hay que acudir a uno de sus poemas más emblemáticos, Sé amable, que concluye así: «La edad no es un crimen. Pero la vergüenza de una vida deliberadamente desperdiciada entre tantas vidas deliberadamente desperdiciadas sí lo es». Amén.


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