No soy uno de esos hombres fascinados por los coches, capaces de entusiasmarse hablando sobre motores, marcas, tipos de neumáticos, aceites, cilindradas… No distingo muchas razas de automóviles, del mismo modo que, si me sacas del chihuahua que es Yoda, no acierto con lo de las marcas de perro.
Del coche, a mí sólo me interesa que me lleva de un lado a otro, generalmente en soledad, escuchando podcast y música güena –del flamenco al blues, de Aute a Los Chichos–.Y el de ahora se llama Bucéfalo. Grande, demasiado para mi gusto, diésel, paciente, azul claro metalizado, hecho para cabalgar a una velocidad constante, que le indicas y él mantiene de manera automática. Se llama así porque él me está llevando muy lejos, hacia los confines del mundo, más allá de los telones de lo conocido por mí, y me está permitiendo unir mi Occidente con mi Oriente, con lo exótico en mi vida, con el atrevimiento de pisar donde antes no había pisado.
Bucéfalo se queja poco o nada. Pasa por el taller cuando lo requiere, está cuidado, limpio por dentro y por fuera, salvo cuando no hay más remedio que subir a Yoda, y entonces tengo que llevarlo al lavadero, donde Julio, un señor lento, metódico, sonriente y muy amable, lo deja como nuevo, como recién salido del concesionario.
Cuando acabo un trayecto largo, bajo, le doy un golpe cariñoso sobre el capó y pronuncio su nombre: Bucéfalo. Y él, yo lo percibo, se hinche de orgullo, sabiéndose una gran cabalgadura. Porque nos comunicamos sin hablarnos, sobre todo mediante el tacto de mis manos sobre su volante. Sé de sus impulsos, sus sonidos, sus fuerzas, sus reacciones. Él sabe de mis latidos, de mis pensamientos, de mis dudas, de mis cavilaciones cuando vamos por las carreteras, cuando nos va atardeciendo rumbo a Arnedo, amanecemos en Gijón y nos vamos a Oviedo o cruzamos el desierto de Tabernas en Almería.
Cuánto tiene andado el bueno de Bucéfalo. No recuerdo ahora por dónde va su kilometraje, pero debe de andar por el cuarto de millón. Dicen los mecánicos que dará otros tantos. Eso nunca se sabe. Cada metro puede ser el último; cada jornada, una más. Los coches y la vida se parecen.
Antes de Bucéfalo estuvo Rocinante, rojo, más pequeño, también diésel, testarudo, con coraje y muy soñador, y con el que una vez crucé el puente 25 de Abril y entré en Lisboa sintiéndome un general romano en triunfo. Se llamó así porque sobre su grupa acometí las más delirantes empresas, todas ellas necesarias para escribir el mundo, hallar cuevas encantadas, sobrevivir a magos enemigos y huir por el camino opuesto al Toboso. Rocinante acabó sus días retirado en el pueblo; por ahí anda, de hecho, con sus curiosos faros mirando aún a las calles y los campos, quizá recordando cada uno de los lugares en que me aguardó aparcado.
Mi amigo Jorge me lo dijo hace muchos años, cuando yo aún no conducía. Él sustituía un Fiat Punto por un Alfa Romeo y parecía tristón cuando entregó el antiguo. «Es que a los coches se les coge cariño», me confesó.
Bucéfalo necesita ahora cambiar su aceite y su batería. Han sido muchos horizontes los alcanzados este año. Y ahora aguardan los del otoño, menos urgentes pero también con sus trazados, sus secretos por desvelar y sus matices de colores ocres. Bucéfalo y su gran maletero, desafiante. Y su techo que se abre, dejando pasar la luz del sol para que se haga de día dentro del habitáculo. Bucéfalo y su nostalgia por la palanca de marchas, porque es automático y él mismo toma la decisión de pasar de cuarta a quinta y luego a sexta.
Creo que son los sintoístas, en Japón, quienes otorgan personalidad a los objetos, sobre todo a los que conviven de continuo con nosotros, como si de alguna manera alcanzasen un despertar de la conciencia. Si eso fuese así –yo no tengo ni idea de nada–, Bucéfalo sería el primero en relinchar. Cómo le va a gustar saber que la columna de hoy habla de él. Me parece escucharlo ronronear de placer, ahí abajo, en el garaje, en su cuadra, tan diésel, tan sugerente, deseando llevarme aunque sea al bar de la esquina.