Borges no nos cabe en una columna. Si acaso, podríamos intentarlo en un laberinto de columnas, entrelazadas unas con otras, conformando un infinito como la biblioteca de Babel que él imaginó en su famoso relato. Pero es que tampoco cabrían por separado, en este acotado espacio, sus distintas facetas: el Borges poeta, el ensayista, el narrador, el crítico literario, el conferenciante, el entrevistado, el tertuliano, el hijo, el amigo de Bioy Casares o aquel a quien el Nobel premió con su indiferencia, elevándolo de este modo a un olimpo del que hablaremos otro día, si queréis.
Por eso, en la entrega de hoy de este agosto de domingos poéticos, he decidido limitarme a subrayar e ilustrar uno de los aspectos técnicos que siempre me han llamado la atención del maestro argentino: su prodigiosa capacidad para el encabalgamiento. Encabalgar consiste en que la oración, sin pausas, excede al verso: pasamos al siguiente manteniéndonos bajo el techo del enunciado y sin la cortesía de una coma. Y esto se hace respetando la rima, en caso de que el poema la contemple.
Y cuando digo que Borges encabalga de maravilla lo que quiero resaltar es que lo hace con son, sin que el sonido y el tiempo interno, el ritmo de la pieza, se resientan. Claro que hay muchos que encabalgan. Pero mal. Y algunos, bien. Pero pocos o ninguno con tanta excelencia. Veamos algunos ejemplos de este recurso en la escritura borgesiana.
He tomado varios poemas del libro El hacedor, de 1960, incluido en el segundo de los tres tomos que de la obra poética del argentino editó Alianza Editorial, con su hermosa portada de El Bosco. Comienza así el celebérrimo Poema de los dones:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
¿Notáis la naturalidad con la que superamos los cambios de verso mientras prosigue la frase? Suave, sin obligarnos a pagar peajes, manteniendo no sólo la rima sino también los golpes internos de los acentos, sin forzar la forma y siendo rotundo el contenido.
Extraigo otro caso de uno de los poemas más conmovedores de todos los tiempos, a mi juicio. Se titula La lluvia –merece una columna propia– y mirad lo que hace Borges al llegar a los dos tercetos finales:
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
En esta ocasión, no sólo encabalga versos sino los mismos tercetos, las dos últimas estrofas del soneto. Percibid cómo fluye línea a línea y cómo luego, en mitad, detiene el latido poético con un punto y seguido, o la elegante parada que nos brinda en la aposición de «la voz deseada». No entro a valorar el contenido, porque podríamos enredarnos un año entero con ese portento que se alza en el verso final.
Borges encabalga, ¿mejor que nadie? Encabalgar es difícil. Hacerlo bien, quiero decir, como todo en la escritura. Un mono puede aporrear un teclado. Y a tenor de lo que se ve en algunas publicaciones, no diría yo que muchos de esos textos no estén confeccionados, en efecto, en ciertos zoológicos.
Traía siete poemas anotados, pero se acaba la página. Ya os lo dije al principio: Borges no cabe en una columna. Un caramelo final, no obstante, obtenido de Los espejos:
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.