Barroco

Me dice una amiga a la que llevo años sin ver que se ha puesto a estudiar Filología Hispánica y que está disfrutando mucho con las lecturas, sobre todo las que provienen del Barroco. El apunte que me hace me llama la atención porque añade a lo dicho que lo que lee le está recordando mucho a Sabina y a mí. Obviaré el arrobo que produce que nos meta a ambos en la misma frase. Lo de Sabina con lo barroco es muy evidente, e intuyo que gran parte de esa influencia en su manera de contar le viene por sus propios estudios de Letras y por el Krahe, que no sólo se sabía a Góngora, Lope y Quevedo, sino que también extendió sus fuentes a los clásicos y a los renacentistas, como Garcilaso. Tiene razón Sabina cuando dice que existen versos de Krahe indistinguibles en trapío a los de Garcilaso o Petrarca. “Y al mar, me dicta el instinto, al mar, que es un laberinto”. La obra sabínica se empapa de muchos más influjos, como son los becquerianos –máxime, en sus poemas primeros–, además de los del 27 y de otros más recientes.

Pero me sorprendió en principio que esta mujer viera en mí el soplo barroco. Luego lo he pensado con detenimiento, porque ese comentario se ha quedado rumiando varios días por mi cabeza, y le he encontrado sentido. Primero, por el uso del contraste, de la contradicción, del claroscuro. La concepción de la mentira como una invención de la verdad. El propio choque entre la vida y la obra, entre la lectura y la calle. Opina Umbral que todo en España es barroco, hasta lo clásico. Él, en sus literaturas vegetales, catedralicias, alzadas como una selva de enumeraciones nerudianas y oraciones largas, subordinadas, es obvio que abonó la prosa con un impulso de crecimiento, que no pretende tanto la frase perfecta como la frase viva.

Sin embargo, mi tendencia ha sido hacia la línea clara. He ido procurando quitar, más que poner. La que más pinta es la goma. Miguel Ángel elimina de la pieza de mármol lo que a ésta le sobra y entonces surgen el Moisés y la Piedad. Hay que escribir para que te entiendan los que no entienden, sin exhibición de erudición, sin pedantería, ese pecado imperdobable. Todos tenemos acceso al diccionario de sinónimos. Es muy fácil enrevesar el texto para que quede ilegible. Pero eso no es escribir bien, sino rematadamente mal. En la televisión, cuando escribo los textos, también me guía una vocación de claridad.

Borges consideraba que en la literatura hecha en España se había perdido la transparencia después del Quijote. Claro que luego, al final, le dieron el Premio Cervantes y olvidó tales consideraciones. Pero tenía razón el argentino, creo, cuando señalaba hacia un amaneramiento y una recarga, hacia un horror vacui que se da en la escritura en España. No se da menos en la de la América española, por otra parte, cosa que Borges no pensó o si lo pensó no lo dijo.

Hay que escribir para que te entiendan. Escribir como se habla, sólo que hablando bien. No me extraña que goce esta amiga con lo gongorino y lo quevedesco; quién puede negarse a ese placer. Pero lo barroco, como el vino, en su justa medida y de calidad, no de garrafón. Y claro, la muerte como tema. Como el tema. Ahí sí estamos todos, desde Cervantes hasta el poeta que acaba de nacer esta madrugada y al que tantos años le distancian todavía de su primer verso. Cuna y mortaja.


Publicado

en

por

Etiquetas: