Astérix

Uno de los lugares más confortables que conozco, si no el que más, es esa larga mesa de final de episodio, con los jabalíes dorándose al fuego, los lugareños brindando, algún vejete dándose al baile, Idéfix ensimismado con su hueso y el bardo atado y amordazado para que no moleste. La aldea gala, pero qué gusto da volver a ella una y otra vez. Cómo es posible que en ese sitio madurásemos en su día, amenazados por legiones romanas y planes de estudio delirantes y trabajos demenciales, y que ahora, ya mayores, esa misma aldea custodie los mejores momentos, como si no hubiésemos crecido. Astérix, Obélix, ajenos al tiempo. Comenzamos a leerlos cuando teníamos la edad de esos críos que juguetean con espadas de madera, haciendo bulto por la viñeta, y acabaremos sosteniendo Los laureles del César con más años que Edadepiédrix.

El mundo ideado por Goscinny y dibujado por Uderzo nos acompaña incesante. Hemos ido encontrando las huellas de estos galos por todos lados; en especial, cuando hemos pisado Lutecia, Roma, Pompeya, Herculano, Numancia, Fuente Álamo o la meseta de Guiza. Allá por donde iba uno, ya había pasado Astérix llevando de la mano al niño que fuimos. Los turistas se fotografiaban ante la Esfinge y yo me asombraba de que no se diesen cuenta de que Obélix estaba ahí, encaramado, destrozando la nariz al monumento. Hemos luchado junto a esta gente en el Coliseo, hemos participado en los Juegos Olímpicos, hemos estado rodeados por godos, britanos y vikingos, hemos inquietado al César hasta el punto de cuestionarle la prosa de La guerra de las Galias… Pero qué le vamos a hacer. Caímos en la marmita de pequeños y desde entonces los efectos del encanto de Panorámix en nosotros son permanentes. Fortalecidos por la hermosa mentira de que ese trago de poción nos volvía arrebatadores, acometimos empresas impensables, algunas incluso con cierto éxito y hasta con decoro. Hemos enfrentado a las legiones de un sistema que nos cercó con campamentos de idiotas y malvados, que nunca sabes cuáles son peores, y ni por ésas. Qué forma tan espléndida de resistir, ahora y siempre, al invasor, al agresor, al tipejo que nos decía y nos sigue diciendo cómo hay que vivir, cómo hay que pensar y sentir.

Astérix y Obélix sobrevivieron a la muerte de Goscinny, con lo que aquello supuso contra la calidad de las historias. Han sobrevivido a la muerte de Uderzo, que sostuvo el lápiz aunque no la idea. Ahora se hallan en manos de otros guionistas, de otros dibujantes. Y nos sobrevivirán a nosotros, sus lectores, e incluso a los que hereden nuestras bibliotecas, que supongo que las malvenderán o las quemarán o las tirarán a la basura. Espero que al menos arrojen estos preciosos tomos al contenedor amarillo, por joder al César de lo políticamente correcto. Que te den, Julio.

El mundo es mejor con la aldea gala en el corazón. Ahora sabemos que lo que cantaba Asurancetúrix era reguetón, que el único jefe honrado que conoceremos será Abraracúrcix, que resulta más noble la eterna pelea por la dudosa calidad del pescado de Ordenalfabétix que los conflictos diseñados por criminales para mantener a la sociedad divivida y enfrentada entre sí, que Cleopatra siempre nos parecerá más guapa en el cómic que en la realidad, que aspirar a Falbalá era mucha tela, que están locos estos romanos, estos europeos, estos rusos, estos yanquis, estos todos, y que la avaricia del recaudador de impuestos es mayor que toda una cantera de menhires. Pocas veces río tanto como con Astérix legionario. Quizá tan sólo cuando me comentan otros lo que han escuchado en las noticias.

La felicidad, en fin, se parece a ese banquete final, a ese asado de jabalí, a ese jolgorio de gente a la que se le intuye poca intención de madrugar. Si un día me extrañáis, ya sabéis dónde buscar: no en Benidorm, sino en ese rincón perdido de Armórica. ¡Ferpectamente!


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