Angulo

Después de la salida a hombros de Morante en Madrid, y más aún tras el impacto de haberlo visto retirarse, abandoné la plaza satisfecho, colmado, completo, agotado, incluso hastiado, con ganas de no ver un pitón más durante una larga temporada, rondándome la idea de cortarme yo mismo la coleta –la mía es de verdad, no un añadido– y dejar lo de los toros por un tiempo. Ha acabado esto, me dije. No puedo más.

Pero enseguida sentí un latido de alerta y recordé: lo de Tomás Angulo en Almendralejo. Y, hay que ver qué misteriosa es la ilusión y de qué manera fluye desde los manantiales de nuestros adentros, de repente retomé las fuerzas y me dije: ya casi es 18 de octubre.

Pues ya casi es 18: la víspera. Estamos en capilla. Para Tomás Angulo, lleva siendo 18 de octubre desde hace muchas semanas. Yo no sé lo que va a pasar mañana en el coso de La Piedad de Almendralejo, Badajoz, donde el diestro se cita en solitario con seis astados para conmemorar una década de alternativa. Sé lo que quiero que pase, o lo que me gustaría que pasase, o lo que sería justo que ocurriese, o lo que pasaría si el resultado final dependiese de mi deseo, y no digamos ya si dependiese de los merecimientos y de los empeños de Paquito Ruiz, su infatigable apoderado.

Pero no se trata de eso. Se trata de torear al 18 de octubre como si ese día finalizasen los calendarios, asumiendo el resultado, sea cual sea, porque se ha puesto todo el cuerpo, el corazón y el alma en crear una tarde de altura, de dimensión, impactando en el ánimo y en la memoria de los aficionados que tengamos la suerte de asistir a tal acontecimiento.

Suelo decir, me lo habréis escuchado alguna vez, que de mis tratos con las gentes del toro estoy aprendiendo no sólo a escribir, sino a vivir. Se escribe como se vive. Se vive como se escribe. Se torea como se es, como se está. Se va a la plaza de toros sin expectativa, pero con los deberes hechos, sin nada que reprocharse en la preparación. Y después, que el futuro salga por el toril, que nuestro deber será el hacerle frente, venga como venga.

Que Angulo haya llegado hasta el 18 ya constituye una hazaña. Que haya llegado listo, mentalizado, físicamente a punto, con la entrega absoluta del que se da a una causa y vive para ella, ya exige que agitemos el pañuelo pidiendo las orejas que premian la constancia, la fe, la asunción de un propósito.

Muchos toreros me insisten en que el toro es justo, en que acaba siendo justo, en que acaba poniendo a cada uno en su merecido lugar. Yo no lo creo. No creo que el toro sea justo como no creo que lo sea la vida, que, muy al contrario, no es que sea injusta, sino indiferente a nuestros desvelos. Pero eso, doloroso o no, no debe detenernos. Porque, para quien ha alumbrado una misión, en el equipaje no caben excusas. Por eso no pretendo la justicia, sino algo más: la grandeza. Y grandeza es tomar Troya, acometer gigantes en La Mancha, sobrevivir al naufragio y a la isla, pasar mil y una noches con Sherezade, encerrarse con seis toros en La Piedad.

El misterio de la tauromaquia pasa por realzar la vida ennoviándose con la muerte. Del mismo modo que el escritor seduce a la memoria, el torero intima con la pura existencia desnuda. Tomás Angulo, mañana 18, protagonizará un canto a la vida en Almendralejo. Y yo me siento afortunado por poder ser testigo de tan brava empresa. Ya veremos qué pasa el 19, cuando llegue, si es que llega, eso ahora da igual. Porque hoy, 17 de octubre, ya es 18. Hoy es mañana y mañana será siempre. Hay que vivir, cada día, el último día, y convertirlo en una jornada digna de ser revivida. Como está haciendo Angulo. Como han hecho, hacen y harán todos los llamados a escena para interpretar un papel digno y memorable. Silencio. Que sólo hable el destino. Suerte, torero.


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