Me encontré ayer con un compañero de trabajo de los de pata negra. Yo salía de editar lo de Morante del domingo e iba satisfecho después de tanto lío. Y ahí me lo encontré a él, llamémosle Antonio, porque no se llama así. Sexagenario, perro viejo, bueno en lo suyo, de pocas palabras.
–Qué haces aquí, le pregunté.
–Aquí, esperando a que venga no sé quién –una directora de programa de tele– a echar la meadita.
Nos reímos y estuvimos un rato humeando juntos, comentando el asunto. La meadita, para que lo sepáis, es la corrección o correcciones que hacen ciertos jefes cuando se ha terminado el proceso. En este caso, hablamos de un programa de televisión, da igual cuál, es difícil distinguirlos y el mecanismo resulta idéntico: el jefe de turno llega, lo ve todo y siente que ha de poner alguna pega para que se note que es el jefe. No nos referimos a cuestiones claras que exigen una revisión sí o sí. Hablamos de individuos que están a la que salta, atentos a cualquier detalle para ordenar cambios caprichosos simplemente por la necesidad de reafirmar que los han puesto de jefes. Esta gente, por regla general, tiene poca idea de lo que hace. Está puesta de jefe sabrá Dios por qué y por quién. Andan siempre enredando, despacheando, pasilleando. Y para ellos, todo el mundo es un posible enemigo que puede despojarlos del cargo. Su inseguridad nace de su incapacidad. Suelen ser muy malos trabajando y se rodean de gente aún peor que ellos, pues no soportan que alguien sepa más, sobre todo si este alguien se sitúa debajo en la jerarquía. Menudas jerarquías…
Comentamos Antonio y yo jocosos algunos ejemplos. Le expliqué cómo, en cierto programa en el que estuve durante algún tiempo, cuando llegaba la hora de mostrar el trabajo, yo dejaba siempre dos o tres aristas por pulir, fallos evidentes, fallos tontos, a lo mejor una cortinilla mal puesta, una frase mal cortada, un efecto sonoro fuera de cacho… para que el tipejo que venía a revisarlo tuviese dónde echar la meadita. Con aquello, él se quedaba satisfecho, habiendo exhibido su cola de pavo real, y a mí me dejaba en paz y no me hacía trabajar en vano.
Hay muchos personajes echando meaditas por los rincones. Suelen andar encorvados. Van pensando en el interés que pueden sacar de cada acción. Suelen sonreír, pero con una sonrisa falsa y que más que amabilidad provoca náusea. Y algo más propio de este perfil: se comportan tiránicamente con los de abajo –siempre que éstos se dejen o no puedan impedirlo– y de forma rastrera y pelota con los de arriba. Justo al revés de lo digno.
A veces, he estado al cargo de algún equipo de personas. Procura elegirlos tú, de tu confianza. Procura que sean mejores que tú. Explica con claridad lo que hay que hacer. Y déjalos trabajar, no molestes. Es tan sencillo como eso. Y no se trata de aceptar cualquier cosa, como es normal, pues claro que puede haber algo que creas que debe ser corregido o cambiado. Pero no seas idiota. No seas idiota con los demás. Porque es algo muy escandaloso, que da mucho el cante y que además no ayuda en nada al trabajo en equipo. Y es feo. Ser idiota es feo.
Antonio y yo nos reímos ayer, barajando nombres que ambos conocemos y con los que incluso hemos coincidido trabajando. Esto, lo otro, aquello que hicieron… Unas risas, el figura y yo, a costa de esos bichejos de pasillo urgidos de lanzar su meadita sobre el trabajo de los demás.
Mi amigo Miqui, grande, honesto y todo lo contrario a este patrón, me recuerda que lo importante es que tu radar, cada mañana, aparezca despejado de hijos de la gran puta. Eso incluye a estos de la meadita. Es un lujo, un lujo asiático, el no tener que aguantar la miseria moral de un tipo tomado por el miedo y que hace del trabajo un campo de batalla y una emboscada continua para el ocultamiento, la maledicencia y el engaño a los compañeros. Mi radar, en estos tiempos, luce limpio.
Vamos, que Antonio y yo acabamos el pitillo aliviados y con desahogo mutuo. Quedan pocos como él, dominadores del oficio y conocedores de las vergüenzas del alma humana. Una redacción periodística es uno de los ecosistemas más nocivos que conozco, y ahí proliferan los peores sentimientos y comportamientos. Normal que los productos que se crían en tales invernaderos suelan salir podridos. Pero quién sabe: también en ciertos vertederos surgen hermosas flores.