Chenel

Han colocado la estatua de Chenel enfrente de Las Ventas. Mirando hacia la puerta grande, entre la de Bienvenida y el Yiyo. Cuando hace meses se empezó a hablar de que a Morante se le había ocurrido promover un festival a beneficio de este homenaje a Antoñete, la primera reflexión que surgió en no pocas cabezas fue: Pero cómo es que no estaba eso hecho ya…

Ayer, a pie de estatua, una vez que ya se había disuelto la procesión que había conducido a Morante hasta la figura de Chenel –qué bien tomada la expresión, qué cigarro en su mano derecha, qué apostura, qué contrapposto–, un aficionado añejo, buen conocedor del paño, me decía que el día del entierro de Antoñete Madrid había fallado. «Hay más gente aquí hoy en lo de la estatua que la que hubo en su entierro».

Recuerdo aquel día, que me tomé libre –yo aún no trabajaba en lo de los toros– para ir a la capilla ardiente. Y si es cierta la apreciación de este hombre cabal y serio, estamos hablando del efecto de catorce años, de la aparición de una generación nueva, quizá dos y hasta tres, que ahora los cambios generacionales han acortado plazos de modo acusado. Queda viva mucha gente que trató a Antoñete, claro está. Pero entre las nieblas del tiempo y el perdón generalizado que la muerte suele otorgar al finado, pocos son ya los que te hablan de la persona con ecuanimidad, citando sus luces y sus sombras. Así, cuando te colocan una estatua, prácticamente te están canonizando, y te conviertes en un referente mudo para jóvenes que no te conocieron. Al final, la estatua toma la delantera, acaba cobrando más importancia que la propia biografía del homenajeado, se vuelve un lugar de referencia en el que quedar, empieza a recibir la pátina del tiempo, las lluvias y las palomas…

Chenel está de vuelta en su plaza, se escuchaba ayer mucho en la explanada de Las Ventas. Pero no es Chenel, sino su estatua. Chenel ya es humo, humo como el que en vida exhaló a toneladas y toneladas, y, como tal, voló enseguida hacia lo etéreo, quién sabe si para traspasar los tejados venteños y seguir viendo qué pasaba en el ruedo.

Morante miraba la estatua de Chenel. La gente miraba a Morante mirar a Chenel. Hubo un momento solemne, se esperaba cualquier cosa del torero de La Puebla. Dicen que va a llegar a caballo, se especuló. Pero Morante llegó andando, con su parsimonia habitual y seguido por la comitiva. Pablo Hermoso de Mendoza y Curro Vázquez ejercieron de hermanos mayores de la Hermandad. Y si alguien se hubiese arrancado con una saeta, a mí no me habría extrañado nada. Fernando Atenciano, primer apóstol de Curro Romero, colocó un ramo a Antoñete. Y la cosa se quedó inaugurada, con Chenel pidiendo fuego sempiternamente y un hueco al otro lado que algunos propusieron ocupar con la futura estatua de Morante.

Fui para que no me lo contaran. La noche anterior, en algún bar cercano, algún grupo se quedó a un gintónic de bajar a descubrir por su cuenta la estatua. Se impuso la cordura, por suerte.

¿Y ahora? Ahora, a contarle a la estatua de Chenel estos catorce últimos años. Le va a costar creérselos. Cuando acabemos de ponerla al día, todo sea que se dé la vuelta y deje vacía la peana. Porque los últimos catorce años son para poner una estatua, sí, pero a quienes los hemos padecido. Qué ganado más malo, Antonio, el que está al mando de todo esto. Tú siempre has sabido y has predicado que la colocación es lo más importante en la vida. Pero con esta gente, dinos, torero, ¿dónde nos colocamos? ¿Dónde nos ponemos que no nos encuentren?

En fin, que va a haber que ir contándoselo con mucha paciencia. Menos mal que es 12 de octubre, domingo, y nos vamos ya para el festival, a descumplir años por naturales, como le dice Sabina a Chenel en un soneto. Vamos, que nos vamos, a ver torear a Rincón, como a principios de los noventa, cuando aún nos quedaban tantos hermosos errores por cometer. Algunos, idénticos a los de Antoñete. ¿Fuego, maestro?


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