En el Congreso de los Diputados, ese escenario en el que una serie de actores seleccionados y contratados por el sistema fingen discutir de veras, ayer se detuvo una iniciativa legislativa popular que pretendía haber conseguido setecientas mil firmas para ponerse en marcha. De esas firmas, dijeron que habían sido validadas seiscientas y pico mil. Podrían haber dicho una cifra distinta. La que quisieran. Aquí, ya sabéis, partimos de la premisa de que todos sus números están, no ya maquillados, sino inventados, directamente, incluyendo lo que llaman resultados electorales. No nos detendremos en cada arista, sino que iremos avanzando, o no llegaremos al final del asunto, que es lo que pretenden.
Pero vamos al turrón. La iniciativa en cuestión buscaba que a la tauromaquia se la despojase de su condición de bien interés cultural, algo que se reconoció por ley en 2013. Bajo la etiqueta «No es mi cultura», la cosa estribaba en orillar la citada ley y dejar en manos de las comunidades y los ayuntamientos las competencias para regular las corridas. Con esto, se esparciría una bomba de racimo, una cohetería que iría estallando por distintos lugares, provocando el ansiado enfrentamiento entre la sociedad civil, o sociedad a secas. Los toros tienen algo sin lo cual yo sería el primer antitaurino: son voluntarios. El que quiere ir va y el que no quiere ir no va. Ahí finaliza todo el debate posible. La tauromaquia es un ritual de sacrificio en el que, en efecto, hay sangre y se da muerte a un animal, el toro de lidia, todo inserto en una liturgia nacida durante al menos los últimos tres siglos, con cada gesto ordenado según lo que se ha recogido de antaño. Es un mundo inmovilista, en el que cuesta mucho cambiar cualquier detalle; otro día si queréis nos detenemos en ese punto.
En una sociedad plastificada y que mira hacia otro lado cuando se habla de la muerte –a pesar de que el sistema promueve y provoca la muerte incesantemente, recordad 2020 y desde ahí a esta parte–, los toros están mal vistos por los que mandan. La propaganda sistémica opera a favor de una sensibilidad en la que se simula tratar al animal como persona pero con una finalidad distinta, puesto que el animal les da exactamente igual: el verdadero objetivo es tratar a la persona como un animal. Obviamente, nadie plantea el maltrato, intolerable. En la tauromaquia se sacrifica a un animal, que es distinto, de igual modo que se hace en los mataderos –la carne no surge del Mercadona, como dicen muchos críos en la actualidad, miopes ante lo aprendido–. Los toros acabarán el día en el que nadie quiera ser torero, nadie quiera ser ganadero o nadie acuda a un rito en el que se mezclan la valentía, el valor de la vida –la del astado y la del torero–, el sacrificio, la muerte y la estética. Es claro que no a todo el mundo deben ni pueden gustarle los toros. Es claro que muchas sensibilidades no aceptarán nunca el sacrificio. Normal. Pero nadie obliga a ello, como decía antes. El que quiere ir va y el que no quiere ir no va.
Miremos y veamos, sin perdernos en sus continuas cortinas de humo. Estamos ante una escenificación, otra más, para distraer de lo importante –que nos roban y nos esclavizan y nos matan– y para sembrar la semilla del enfrentamiento y el odio. Necesitan que nos matemos entre nosotros para que no reparemos en que los asesinos están arriba del todo. Ayer, en el Congreso, los diputados no hicieron otra cosa que aquello para lo que han sido contratados: obedecer órdenes. Quienes recibieron la orden de votar a favor, votaron a favor. Y lo mismo hicieron quienes habían sido movidos a votar en contra. ¿Y los que se abstuvieron, en este caso los socialistas? Porque esa abstención acabó con la iniciativa popular. Pues lo mismo. Recibieron la orden de abstenerse, como podrían haber recibido otra distinta. La escenificación pretende, además, perdernos en cábalas electoralistas que sólo aspiran a seguir haciéndonos creer que cuentan los votos.
Los problemas de los toros no están fuera, en los actores más pintorescos del sistema. Están dentro, como sabe cualquiera que tenga un conocimiento mínimo de esto. Y frente al entremés organizado ayer en el Congreso, todo impostado, se alza la verdad de Víctor Hernández el pasado domingo en Las Ventas, erigiendo al natural una estatua a la torería, al compromiso y a la fidelidad a la misión propia en la vida. Y eso es la libertad. Como la de ir o no ir a los toros.