Los inmóviles

Llegaron en los años noventa, a finales, creo recordar, bajo la inocente apariencia de un adjetivo. Yo no tuve uno hasta el presente siglo, satisfecho, como estaba, de una vida en el XX que a ratos parecía del XIX. Sin embargo, cuando un porcentaje suficiente de la población contó con él, el adminículo se despojó del adjetivo y completó un proceso de sustantivización que le permitiría cumplir su misión. El teléfono móvil eliminó al teléfono y se quedó en móvil a secas. Y sobre las fértiles tierras de la estupidización de la sociedad que habían conseguido años de sistema escolar deficiente y medios de comunicación idiotizante, agarraban las semillas del móvil.

El siguiente paso constistió en ir revistiéndolos de inteligencia. Nuevos móviles smarts, decían. Inteligentes. A medida que el aparato adquiría más dotes de inteligencia –que no era tal, sino capacidades para procesar y conectar, así como velocidad a la hora de realizar sus tareas–, más claro iba quedando que la persona era despojada de esa misma supuesta cualidad. Los teléfonos, cada vez más listos, y la gente, cada vez más tonta.

Dice Kafka que un idiota es un idiota, pero que muchos idiotas juntos ya conforman un partido político. Esto es aún peor. Muchos idiotas, pero muchos, casi todos, con un móvil, ya son el rebaño, el ganado, el habitante perfecto de la granja.

Finalmente, otorgaron al móvil capacidad para conectarse en cualquier lugar, a través del wifi o conexiones electromagnéticas aéreas –esas mismas cuyos efectos niegan quienes más se parten la camisa afirmando que ellos sí creen en la ciencia–.

El móvil, con altas capacidades de procesamiento, acceso a la información, rapidez en sus labores y pudiendo conectarse en cualquier lugar. Frente a él, el individuo, inmóvil, cada vez más callado e incapaz.

Se llegó a hablar en su día de liberar móviles. Creo que eso consistía en que el aparato pertenecía a una compañía determinada pero que un señor en una tienda, a cambio de pocos euros, te daba la capacidad de seguir usándolo con otra empresa distinta. Liberaron a los móviles y apresaron a las personas. Dotaron a los móviles de inteligencia y anularon la poca que quedaba entre el gentío. Inmóviles, sin querer salir ni moverse, pues están a sus cosas con el móvil, los cuerpos humanos van entregando su estado físico y su tiempo. Su vida. Podemos hacer muchas cosas a través del móvil, pero, ¿cuántas hacemos importantes? Parece que hay gente que sigue usándolo para hablar.

Me consta que existen terapias para apartarse del teléfono. Y hoteles que ofrecen unas vacaciones que te permiten desengancharte, custodiándote el aparato durante la mayor parte del día. El móvil, que supuestamente vino para ayudarnos a comunicarnos, nos ha incomunicado con los que más cerca tenemos. La herramienta que nos iba a permitir el acceso a las autopistas de la información ha incrementado la imbecilidad colectiva. Empleo ese término, autopista de la información, porque los más pedantes, en la universidad de los años noventa, la soltaban sin parar queriendo señalar hacia un futuro perfecto que venía ya y en el que sólo ellos sabrían manejarse.

Ni tiempo, ni información, ni comunicación ni siquiera movimiento. El móvil, una vez que se despojó de su condición de adjetivo y quedó sustantivado, consiguió efectos contrarios a los predichos. Y, obviamente, ha permitido algunas bondades: porque en su uso también se ha marcado la fractura social existente entre integrados en el sistema y asqueados del mismo. Cada vez vivimos en mundos más separados, por cierto.

Hay gente ya más preocupada por quedarse sin batería o sin cobertura que por quedarse sin padres. Hay bares a los que la gente va menos porque no tienen buena conexión. Lo siguiente será un bazar chino con un letrero que diga: «Se liberan personas», prometiendo al usuario apartarse de su móvil lo suficiente como para levantar la vista y, quién sabe, contemplar la mirada de otros ojos, tan estupefactos y tan deshabituados a lo humano como los propios.


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