Dejar que Yoda me pasee cada mañana manejando él el timón y ajeno yo al rumbo del itinerario. El profundo sentido del toreo de Iván García. Levantarte pensando que aún puedes vivir un día más paladeando las esperas del festival en honor a Antoñete en Madrid y de la cita en solitario de Tomás Angulo en Almendralejo.
Prolongar el asombro por la lectura de Tumithak de Loor –relectura, en verdad–, ciencia ficción de los años 30 del siglo XX. Pensar en las cepas que soñaron el vino tinto que hoy tomaré. Hablar con el maestro José Luis Palomar y con Carmelo López, sobre todo escuchando.
Disfrutar de que la novela se encuentre ya tan encarrilada que ha llegado a permitirme escribirla como leyéndola, como si me la estuvieran dictando. Oler las páginas del libro de Woody Allen, recién llegado, inesperadamente regalado. Gracias.
Volver a vestir con prendas de numerosos bolsillos. El fresco de una mañana dominical en la que los cielos no han sido envenenados por los criminales de siempre. La tele muda. Desconocer por completo los asuntos por los que discute toda esa gente.
La líquida bendición del agua. Los mapas imaginados, más reales que los reales, para la otra novela. Comparar los distintos tonos de voz de Delibes en entrevistas suyas separadas por el tiempo y comprobar que su acento y su leísmo se mantienen pese a la variación de la edad. Colocar el ladrillo diario en forma de columna, fascinado por el hecho de que los temas, tal y como me vaticinó Umbral, no se agotan. Urgar en los romances de Góngora, aún lozanos. Otear el horizonte del fin de la temporada, tras el que se intuye una nueva lectura de El Quijote.
Diseñar viajes que no llevaré a cabo. Viajar de improviso. El jamón. El lujo de llegar a tiempo a los sitios porque has salido mucho antes de lo que era necesario y te puedes permitir avanzar parsimonioso. La paz de dentro, floreciente como un jardín que has salvado de tormentas, heladas y vandalismos.
La llamada de los senderos del campo, diseñados para que los transite pícaramente Fernando Fernán Gómez. Decir que no. Amanecer de noche, ganándole un par de horas al sol. El ocaso creciente del otoño, que regala una tarde de escaparates, farolas y bibliotecas. Saber que hoy ves a Uceda, Fortes y Víctor Hernández.
No poder determinar si por fin has regresado a Ítaca, si continúas camino hacia ella o si llegaste en su momento y te has vuelto a marchar. Que los padres sigan vivos. Que la niña me supere. Hablar en El Séptimo Toro de Emiliano Osornio y su flamante Zapato de Oro de Arnedo. El regalo del aceite, hijo de los olivos, y no de las placas solares. Ver torear y escuchar a Antonio Bienvenida, preparando para Tendido Cero un reportaje sobre su vida y obra.
Recordar a Javier Bustamante apareciendo de repente para regalarte un mechero y su amistad, y no en ese orden. El placer de haber escapado del pelotón intelectual, sabedor de que es tanta la distancia que has sacado en la subida al Angliru y al Tourmalet que ya puedes recrearte en los paisajes. Y seguir dándole vuelta a lo de los números primos. Y que los gemelos Marco y Ángel cumplan años mañana.
Y Asturias, por cierto, esperándome para jugar a trabajar junto a Daniel Suárez. Y el Prado con Sergio García y Concha Calleja. Y el Barrio de las Letras con Sergio y Javier Baonza.
Y encanecer. E imaginar qué salvaciones permitieron tantos fracasos. Y la victoria de haber sabido fracasar una y otra vez, una y otra vez, hasta aprender a hacerlo victoriosamente. Y haber descubierto el paralelismo entre Bukowski y Rafael de Paula. Y Antonio Blanco exigiendo embarcarse en La Hispaniola. Y ser consciente de la sinceridad de este inventario y sentir la enorme e inmerecida suerte de que constituya una lista tan extensa. Y despertar.