Cuando el otoño alcanza octubre y el ocre engalana las copas de los árboles, acudo a Arnedo, en La Rioja Oriental, para asistir al certamen madre de los ciclos de aspirantes a torero que reúne a la novillería de todo el orbe. El Zapato de Oro busca a una Cenicienta a la que calzar con los honores del futuro y convertir las calabazas en carrozas que conduzcan al ganador al final feliz de un comienzo prometedor. Todo final es un principio, como ya sabemos. Y viceversa.
Este año, el mexicano Emiliano Osornio encandiló al príncipe, al hada madrina, a las hermanastras, a Basile, Perrault y los Grimm, tanto como el templado y enclasado utrero de El Montecillo, de nombre Cabrero, en el que el novillero halló un manantial abundante para saciar la sed del toreo.
Una de las faenas del año cuyo análisis, además, he tenido el privilegio de compartir con el diestro Diego Urdiales, arnedano y poseedor de su propio Zapato de Oro. Dos modos existen de torear, sólo dos: bien o mal. Cada una de las dos modalidades se pueden interpretar con distintos acentos y personalidades, eso ya va en el corazón, el alma y las manos del actuante. Pero sólo dos. Urdiales, que practica la primera de las vías, la de torear bien, no sólo cuenta con la capacidad para ejecutar el toreo, sino que, como el flamencólogo que domina los palos del Cante Grande y reflexiona sobre ellos, también se ocupa de alcanzar el fondo último de la cuestión. Urdiales es un obseso de lo suyo, un señor dedicado por completo a su propósito, a la búsqueda de la pureza, y para él resulta de vital importancia expresar lo que el alma le grita por dentro. Sus manos están musculadas. Sus dedos no se alargan con la languidez del aristócrata, sino con la rotundidad del que toma el mazo y el cincel y doma pesos y gravedades para volverlos gráciles. Me explicaba el maestro sus desvelos respecto a la confección de los trastos, del forro de la muleta, de las aristas del estaquillador, afanado por alcanzar un equilibrio que dote al movimiento de la tela de los matices que se originan en su interior, se procesan en su cabeza, se transmiten a sus muñecas y se concretan en una caída donosa del engaño, gobernado éste con manos de hierro enguantadas en seda. Urdiales me hablaba de todo esto con el entusiasmo que el genio pone en su labor, y yo, como siempre, traducía a literatura esta asombrosa e interesante disertación. Sus empeños por despejar los senderos que van desde el alma hasta la obra realizada se declaran idénticos a los míos por hacer que a la frase, al párrafo, al verso y a la palabra lleguen mis pulsos íntimos. Cuando él se refiere a franelas y palillos, yo recuerdo mi necesidad de que el teclado suene bien y de que el tacto con las letras se sienta sensual y armónico, y de lo claro que tengo, por ejemplo, que escribir con tinta negra, cuando lo hago a mano, insufla al poema un empaque distinto, mejor. Sentado al teclado, como en estos momentos, evoco a un pianista y mi misión es que toda esa música del lenguaje alcance el escrito.
Yo no sé qué dolores, ilusiones, esperanzas, pasiones, recuerdos, cicatrices o voluntades mueven a Diego Urdiales a hacer lo que hace. Sus razones últimas las desconozco. Pero sí sé algo: las mías se les parecen. Por eso, supongo, siento de este modo tan profundo su trazo, su ajuste, sus vuelos, su pureza, su colocación, sus anhelos, su cante hondo. Urdiales, como Miguel Ángel Buonarroti, se ha empeñado en quitar, en eliminar, en dejar sólo lo que vale –ahí reside lo puro– y por eso cincela la geometría como Miguel Ángel el mármol. Por eso firma una y otra vez tanta Capilla Sixtina, tanto Moisés, tanto David, tanta Piedad. Como si la piedra y el toro, capaces de licuarse, fluyeran cual río. Como si llorasen. No es arte. Es algo más: Gracia.