En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército del sol rojo del estío, alcanzarán las tropas de septiembre sus últimos objetivos otoñales. El verano habrá terminado.
Me llama Paco para darme el último parte de la guerra del calor y decirme que esta tarde, a las 20:19 horas, hora peninsular española, llega el otoño. Yo vengo de Salamanca, donde lo de Morante de la Puebla, y he de decir que excepto nevarme y caerme un rayo encima, de viernes a domingo he vivido todas las facetas meteorológicas posibles: más de treinta grados, con lo que eso me perjudica a mí en el estilo de la prosa, lluvia moderada pero constante el viernes, viento incesante, aguacero inclemente el sábado que me confundió y me hizo creer que estaba en Olivenza en marzo y, finalmente, un frío de espanto que provocó que saliera de la corrida del domingo con las puntas de los dedos dormidas, aterido, necesitado de todo el fondo de armario, yo, que gusto de viajar con lo puesto.
El tiempo no se ha vuelto loco. El tiempo es un loco, como siempre. Cada año, me sorprende la salida por toriles del otoño en Salamanca y en media hora me hace olvidar los rigores de junio, julio y agosto. Como todos vosotros conocéis, vivo ajeno a lo que dicen los medios de comunicación –el día que deseen volver a comunicar, que nos avisen y ya veremos–, pero supongo que andarán diciendo que ha sido el verano más intenso y con más calor desde hace dos mil millones de años desde que hay registros, que los cambiaron hace tres años, por cierto, para que todo fuese desde que no hay registros.
Independientemente de cómo pretendan idiotizarnos desde sus tristes megáfonos, hoy llega el otoño. Al menos, oficialmente, astronómicamente. A medida que uno cumple años y se mete en las honduras de la edad, es la estación más querida. La más hermosa, la de más matices, compitiendo hasta sacarle ventaja los colores ocres y los amarillos de las hojas a la bullanguería gozosa de la primavera, que intuyo que siempre mantendrá su sitio y que, en el invierno de la vida, machadianamente, nos seguirá brindando brotes a los que aferrarnos. Este otoño, por cierto, tiene su reverso en la primavera del hemisferio sur, donde nuestros hermanos chilenos, tan cercanos y tan queridos pese a la distancia, ven ahora florecer el mundo.
Vienen las noches con la ventana cerrada, el taparse placenteramente, el ocaso a su hora, y no en el delirio veraniego en el que no oscurece hasta las diez y pico. Vienen las lecturas hondas, la feria de Otoño, Arnedo, lo del diestro Tomás Angulo en Almendralejo el próximo 18 de octubre –que nadie sensato se perderá si quiere ver cómo se enderezan los destinos y vence la voluntad–, el festival de Chinchón, la noche del Tenorio, la vuelta a los cauces de los días, una vez finalizados los excesos estivales. Amo el otoño, la bajada de temperaturas, el entretiempo, la chaqueta, las prendas colmadas de bolsillos en los que meter cartera, móvil, tabaco, llaves, libreta de notas, bolígrafos y libros. Amo esa parte de la noche que llega pronto, con los comercios abiertos aún, ese oscurecer de escaparates encendidos, el olor de los libros nuevos del curso, las dos o tres horas que me permito de vida activa y fértil antes de que amanezca, estar casi escrito cuando Yoda se despereza y exige su salida matinal.
Paco, que siempre me llama por las cosas importantes, sabe que para mí las estaciones evocan las pasadas, las de otros años. Y que yo distingo las sensaciones de los años pares y las de los impares, como si fuesen alternando su trazo y su acento. Estamos en año impar, y eso significa un otoño que me evoca el de ciertos tiempos de estudiante universitario, cuando, una vez visto que todos los temarios resultaban intrascendentes, sencillos de aprobar y sin demasiado provecho, paseaba a la luz de las farolas de la Ciudad Universitaria madrileña con libros de la biblioteca de la facultad.
Cautivo y desarmado el verano, aunque aún coleen algunos ramalazos maquis del calor –máxime, cuando la geoingeniería hace y deshace–, hoy enarbolamos en la torre del homenaje la bandera del otoño. Y el otoño, a estas alturas, queridos amigos, es una forma de patria. Madre de Dios, lo de Morante, ahora que me acuerdo.