La columna

Me gusta su nombre, columna, aunque otros prefieran el término artículo. Una columna periodística ya nace con la metáfora adherida, pues se llama así por la forma en que la maquetación la coloca, vertical, alta, sosteniendo la prosa del día. Ésta, en concreto, conforma por diseño dos hileras, un estéreo de palabras que a mí me permite cantar día a día lo que voy viendo, lo que me va pasando, lo que voy reflexionando.

Cuando era joven, sentía adicción por la columna de Umbral. Era lo primero que leía. A diario. Como un vicio. Y aquellas palabras me determinaban la mirada con la que enfrentaba el día. El resto de los contenidos de los periódicos me parecían mal escritos, que es lo que pasa cuando uno se mete de lleno en algo y no ve más que ese paisaje. Me costó salir de ahí, abrir horizontes, comprender la calidad existente en otros lugares. Bukowski opinaba algo parecido, y decía que los periódicos sólo tenían un problema principal: que quienes los hacían no sabían escribir.

Pero ese mal hacer se da en todos los oficios, de modo que en casi todos ellos nos vamos encontrando a gente muy buena en lo suyo pero rodeada de torpes, descuidados, ineptos o directamente incapaces. Se aprecia asimismo en los camareros, en los ferreteros, en los taxistas, en los profesores… Lo de los políticos es cosa aparte, pues ya sabemos que no son inútiles, sino empleados, y que se limitan a cumplir las viles órdenes que reciben, a cambio de lo cual se les permite robarnos a manos llenas.

Al adolescente que fui lo que le gustaba del periodismo era el papel, lo escrito. Y, en concreto, tres géneros: la entrevista, la crónica y la columna. La noticia se me antojaba gris, sin sustancia literaria. Hoy en día, mis gustos han variado poco, pero sí que defiendo la claridad expositiva, siempre la línea clara, y en eso la noticia es o ha de ser un ejemplo. Hablo, como es lógico, de cómo entiendo yo el asunto, pues en la actualidad ni las noticias son noticias, ni aspiran a la verdad, ni en muchas ocasiones tienen otro afán que el incitar a que se pulse en el móvil el enlace de un titular engañoso que sólo te dirige a un contenido cargado de vacío.

Varios columnistas me susurran al oído cuando cada mañana aporreo el teclado en busca de la melodía. Larra, Ruano, Alcántara, el citado Umbral, Haro Tecglen, Millás, Gistau, De Prada… La columna, tal y como me comentan algunos amigos lectores, acompaña el café de antes de acudir al frente laboral. Supone una tregua, una alegría, un trago chispeante que te ayuda a afrontar todo lo tuyo. Mi cuñado se toma el chispazo, como lo llama él, que no es otra cosa que un puyacito de anís. Y con eso ya se ahorma uno, se mete en faena. Pues la columna, lo mismo. Una columna consta de una idea, de una expresión literaria y de una conexión con la realidad que compartes con otros. Es decir: contiene al ensayo, al poema y a la noticia. Los mezcla, y de ese cóctel, si el barman que los agita posee arte y domina su oficio, ha de salir una pieza breve pero que impresione al lector, que le brinde opciones para pensar, deleitarse en la belleza o enterarse de lo que pasa por ahí afuera. Un columnista también es un cronista, un tipo atento todo el día a cómo respira la calle, a lo que se dice, y eso incluye las bobadas varias con las que nos distraen. Pero un columnista, si logra su cometido, ve más allá del humo y se convierte en una voz desagradable para quienes ordenan y mandan.

La frecuencia de la columna es variable. Las hay de ejercicio esporádico, mensual, semanal, diario… Yo creo en escribir todos los días. No concibo otro modo. ¿Y el tema? Eso va saliendo, a veces incluso en el mismo momento de comenzar a teclear. El tema, que te sorprenda a ti, y que te sorprenda escribiendo. Es un oficio, sin más, pero muy hermoso, tan hermoso como el otoño que ya nos llega. En cada hoja que se vaya desprendiendo de la arboleda, escribiremos una columna. Alguna saldrá buena, digo yo, alguna embestirá.


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