Ya sabéis, amigos, cómo me gustan los buenos temas, los que quedan reducidos a un enunciado breve y que parecen dar poco de sí, pero que luego, cuando te ocupas de ellos y te pones a desarrollarlos, te brindan hallazgos insospechados en forma de pensamientos o de percepción de uno mismo, de los demás, del entorno… Y el lujo es uno de ellos.
Cuando decimos lujo, fácilmente se nos va la imaginación a una corte de reyes antiguos aposentados sobre palacios colmados de parabienes, mucho oro, ornamento delicado, gentes a su servicio dispuestas a cumplir con las labores del día a día… Ostentación, yates, millones, cuentas en Suiza, apartamentos en Manhattan, una casita con playa privada en una isla propia… ¿Son lujos? Sí, claro. Existe la expresión lujo asiático, en referencia a esas cortes que citaba.
Pero habrá que convenir, a poco realistas que nos pongamos, que tales cotas se hallan fuera del alcance de la mayoría de personas. Sólo unos cuantos, los de arriba del todo, cuentan con tal posibilidad. Recuerdo que Ronaldo Nazario se compró una isla, allá por los noventa, y que preguntado al respecto su socarrón entrenador, Bobby Robson, contestó: «Yo hoy me compré esta corbata». Aquí estamos más en la línea de Robson que en la de Ronaldo; por posibles, quiero decir.
Pero que no podamos adquirir artículos carísimos o llevar vidas regaladas propias de príncipes romanos no significa, en ningún modo, que el lujo no se encuentre cercano y accesible. Yo mismo me considero una persona lujosa, que disfruta mucho de ciertos aspectos que, para mí, resultan impagables y que los sitúan en el terreno de la opulencia. El otro día alguien hablaba de esto en Twitter, no recuerdo quién, ofreciendo un listado además. Uno de los lujos más preciados por mí es la tranquilidad. Que te dejen en paz. Que no te molesten. Que si rompen tu silencio sea para aportar algo y llenarlo con buen contenido, y no para enfangarte con lo que acaban de ver en la tele.
Un lujo es el despertar tranquilo, la mañana paciente y que te permite incorporarte lento al día –desde antes del amanecer, pongamos, hasta las nueve y algo– qué satisfacción es la de disfrutar de esas primeras horas en casa, entre cafés, lecturas, escrituras y saludos. No siempre se puede.
Otro lujo es el de haber acabado. Lo que sea. La íntima paz que te deja el haber finalizado una tarea, sea gustosa o no, y sentir que has quedado liberado de tal ocupación.
Un lujo es, a cambio de trabajar a diario y a deshoras y cuando los demás descansan, poder contar con unas horas para ir al parque con Yoda, sentarme y leer. Él sabe en qué bancos nos solemos parar, y cuando llega a ellos me mira interrogante. ¿Aquí será?, preguntan sus ojos.
Un lujo es no necesitar los lujos de los que hablaba al principio. Un lujo es pasear entre tiendas y no sentir deseo alguno de entrar en ellas para comprar nada. Un lujo es el silencio, sobre el que Fuensanta Niñirola me invita a reflexionar, cosa que caerá en breve. Un lujo es que te quieran, que te den un beso, que te abracen y no sientas la prevención de mirar por dónde te va a entrar la faca traicionera del falso amigo. Un lujo es la biblioteca, con tantas voces preparadas para proporcionarme su encanto y su sabiduría. Un lujo es oler el papel del libro, cuanto más antiguo, mejor, más lleno de matices. Un lujo es ver tentar a un torero en el campo, en la intimidad, lejos de las multitudes de las plazas. Un lujo es pasear por el campo escuchando su sinfonía de zumbidos, trinos y vientos. Un lujo es tener la cabeza y el corazón dispuestos, en todo momento, para la escritura. Un lujo es no envidiar la isla de Ronaldo. Ni la corbata de Robson. Yo ya tengo mi piel, mi cuerpo, otro lujazo al que el tiempo va firmando con arrugas, canas e imprecisiones. Un lujo es la memoria. Un lujo es cada despertar.