Vasija de barro

El oído, ese sentido profundo y avivador de la memoria, junto al olfato y al gusto. Ayer, cuando acababa la columna sobre las ideologías, me descubrí tarareando una vieja melodía que don Guillermo, antaño profesor y hoy cordialmente aliviado del don y factótum que me guía por las calles de Córdoba, nos enseñó cuando nos regalaba sus clases de flauta dulce en el colegio. De esto hace casi cuarenta años, madre mía. Desconozco qué misteriosas conexiones se activaron para traer a mi boca ese tarareo, pero la cosa es que al rato, cuando eché a andar por el centro de Valladolid siguiendo la ruta de El hereje de Miguel Delibes, me puse los cascos y escuché repetidamente esa canción –como estoy haciendo ahora mismo, por cierto–.

Se trata del danzante Vasija de barro, una canción ecuatoriana de 1950 creada y popularizada por el Dúo Benítez-Valencia. Llevo décadas, como digo, con ese son en la cabeza y en el corazón. Siempre me pareció una obra deliciosa, melancólica y que, ya de niño, me evocaba un extraño sentimiento de desahogo y paz. No fue hasta ayer que tomé la letra y la leí con detenimiento, y entonces entendí que la pieza une fondo y forma, razón por la cual, sin necesidad analizar el texto, ya me había dicho cuanto, en efecto, declara.

Yo quiero que a mí me entierren

como a mis antepasados:

en el vientre oscuro y fresco

de una vasija de barro.

Cuando la vida se pierda
tras una cortina de años,
vivirán a flor de tiempos
amores y desengaños.

Arcilla cocida y dura,
alma de verdes collados,
barro y sangre de mis hombres,
son de mis antepasados.

De ti nací y a ti vuelvo,
arcilla, vaso de barro.
Con mi muerte yazgo en ti,
en tu polvo enamorado.

Estamos ante un tema plenamente barroco pero traspasado por la colorida luz ecuatoriana. De ahí que lo lúgubre de la mención a la muerte quede suavizado por un toque cariñoso, por una caricia cálida que hace llevadero lo inevitable, el vértigo del destino último.

Esa condición otorga una capacidad de crear belleza que alcanza lo sublime en el empleo del término vientre y en esa felicísima expresión que alude al fin de la existencia: Cuando la vida se pierda tras una cortina de años. Esos son nuestros días, una cortina que acaso nos impide ver, tal y como revela Gandalf a Peregrin Tuk al creerse ambos a las puertas del final. Y más allá, todo lo que tanto nos preocupa, nos afana y nos atormenta –los amores, los desengaños– queda atrás, florecido, hermoseado, indoloro.

Somos lo que fuimos, lo que fueron otros antes que nosotros, lo que serán quienes vengan. Pertenecemos a una tierra –ésa de la que pretenden desligarnos ahora, para que olvidemos, para que nos dejemos hacer en sus criminales manos–. Somos fruto de la arcilla, del légamo, creador de verdes pastos pero también de nuestra carnes amantes, desengañadas y hambrientas.

Vuelvo a mis antepasados, dicen los antiguos antes de partir hacia la otra orilla. A ti vuelvo, proclama el cantor ante la sustancia primera. Krahe confiaba en quedar en la memoria mediante el cromosoma y el poeta ecuatoriano le dice a la vasija, ya en presente, ya en la muerte, que regresa a ella. Y entonces reluce un Quevedo de acento ecuatoriano, pacificado, sereno y casi tierno, que retorna conforme y satisfecho al seno primordial, al polvo enamorado constitutivo. Por ahora, ahí sigue la cortina de años, mecida por tantos vaivenes. Veremos por cuánto. Qué bello es modelar el tiempo, ser modelados por él.


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