Ese tema del cambio me ha ocupado desde bien pronto; desde niño, diría. Creo que es uno de los asuntos de más importancia sobre los que detenerse. El cambio físico como hecho innegable y más notorio a simple vista: las distintas metamorfosis que vamos experimentando desde el bebé hasta el anciano. El cambio de ideas o pareceres: desde las heredadas en casa por el infante hasta los atrevimientos de la juventud o las honduras que van llegando con el paso de las décadas. El cambio que se da como respuesta al dolor, a lo malo, a las heridas que nos provocan otros o nos provocamos nosotros mismos enredados en este laberinto de zarzas por el que transitamos. El cambio de vida, como he visto reclamar a algunos médicos –médicos de verdad, quiero decir, no comerciales a comisión de las farmacéuticas–. El último, el doctor J. M. Esteban, que expresaba ayer con cierta desesperanza que no conoce a nadie tan preocupado por su salud como para cambiar de estilo de vida, de modo de alimentación. Pero no debe fustigarse, amigo mío, pues no se trata ni de que usted no se explique bien ni de que las adicciones constituyan cadenas irrompibles. Estamos ante algo más agudo, me temo.
Como digo, el asunto del cambio siempre me ha parecido uno de los temas importantes a considerar. ¿Por qué se cambia? ¿Qué es lo que cambia? ¿Hacia dónde? ¿Se puede descambiar, es decir: volver a un estado anterior al cambio? ¿Es inevitable? ¿Todos cambiamos conforme a los mismos patrones? ¿Se pueden anticipar estos cambios o son azarosos? ¿Nos pasa a todos?
Cuando jovencito, a mí no me salían dos figuras en cada hombro con forma de angelito y diablo para armarme un lío mental y llevarme cada uno a su terreno, sino dos señores togados y con barba: Heráclito y Parménides. El primero, intentando convencerme de que todo cambia, de que todo fluye, de que nada permanece en el mismo lugar o con la misma forma. El segundo, tirando hacia el lado contrario, afirmando que no es posible el cambio, que en esencia no es factible la transformación, y que lo que es no puede ser lo que no es. Tomé partido por Heráclito, en gran medida, inmerso como andaba en un torbellino barojiano de vida fantástica. Yo veía todo cambiar, a mí mismo, al mundo que me rodeaba, a las gentes que iban y venían. ¿Cómo no creerse hasta el cuello en ese irresistible río heraclitiano?
Pero entonces, como dice el doctor Esteban: ¿por qué nos cuesta tanto cambiar, si estamos condenados a ese cambio? Yo tampoco le daba explicación a este aspecto del asunto. Ante ciertos comportamientos míos, no comprendía por qué persistía en ellos, a sabiendas de que no era así como me sentía ni lo que deseaba. Hasta que, no hace tanto, quizá ni siquiera diez años, entendí. O mejor dicho: me entendí. No se trataba de asignaturas pendientes que se tuviesen que aprobar cambiando. Se trataba de lecciones para la propia comprensión. No había nada que cambiar, sino que comprender, que asimilar, que conocer. Por ejemplo: ¿por qué mi tendencia a marcharme cuando algo no me satisface al cien por cien? ¿Por qué prefiero la ausencia a pedir explicaciones? No se trataba de aprender a quedarse, quejarse e imponerse. Se trataba de aprender que yo soy así, que mi respuesta ante una decepción es la marcha a lomos del viento, al vuelo del pájaro que se va para no volver. Se trataba entonces… de que Parménides no estaba tan errado.
No estamos aquí para cambiar, aunque cambiemos, sino para comprender por qué somos como somos, por mucho que cambiemos. Puede parecer un trabalenguas presocrático, pero mi amigo Enric Rufas, dramaturgo y guionista, con una vista profunda para todo lo humano, ya me lo avisó hace muchos años, hablando del arco del personaje –el cambio que en las películas hollywoodienses experimenta en poco más de un par de horas un personaje–: «Es que eso no ocurre en la vida real. Nadie cambia. Nunca», me dijo él. Mi querido y admirado Enric, tan catalán, tan sabio, tan capaz de enunciar las mayores sentencias con una sonrisa, rescataba a Parménides.
¿Qué quieres decir, me dicen por ahí atrás, que no se cambia hasta que no se comprenden íntimamente las razones por las que se está dando la resistencia al cambio, aunque ese cambio resulte necesario y aconsenjable, tal y como reclama el doctor Esteban? Bueno, esa sugerencia la ha hecho usted, que está leyendo esta columna, no yo. Pero bien pudiera ser que tuviese toda la razón, y que después de tantos años dándole vueltas a lo mismo, por ahí vayan los tiros. ¿El miedo al cambio, por tanto, es miedo a conocerse, a reconocerse, a mirarse en ese espejo en el que salimos tal cual somos, tal cual nos da pudor que nos vean los demás? El cambio es asumir la desnudez interior.
Pasados los años, en resumen: si me dan a elegir entre Heráclito y Parménides, yo me quedo con Enric Rufas, con el que llevo demasiado tiempo sin brindar en persona, por cierto. Habrá que mudar eso, porque ahí sí que tenemos un tema que exige cambio, collons. Un canvi, Enric. ¡Salut!