Neruda

Comenzaba un soneto que escribí hace muchos años y que se encuentra publicado en Breverías, en Ediciones Evohé –tomo del que desconozco si queda algún ejemplar disponible en papel o sólo se encuentra ya en digital; tendré que preguntarle a Javier Baonza–:

«Soneto XXV de Neruda,
Ahora que y Contigo, de Sabina,
y La locura que todo lo cura,
de Aute. Arañazos y mercromina».

Acababan de derribar las Torres Gemelas, recuerdo, cuando a la vuelta de agosto, recién estrenada una nueva temporada en la radio, andaba yo por parques y bares escribiendo ciento un sonetos; me dio por ahí. Hace casi un cuarto de siglo, pero ya entonces contaba uno con un fondo de armario poético del que tirar, una mirada versificada con la que enfrentarse a la existencia, sobre todo a la interior. Y comencé citando, en esa pieza, a Pablo Neruda, una de las voces que más sonaron en mis lecturas primeras. Sé que muchos saldrán al quite negando al poeta por político, pero pónganse a la cola, queridos: las cuitas nerudianas acerca de sus opiniones y de sus actos –sociales y familiares– me las sé de sobra y quizá yo mismo posea en esa lista más razones que las que cuatro extaltados puedan soltar instintivamente. Porque hablo del Neruda poeta, el que me interesa, el que tanto me llegó con sus largas y fecundas enumeraciones, sus influjos de Walt Whitman, sus odas, su portentosa forma de adjetivar, sus arcosíris gramaticales, su manera de decir el mundo. Por cierto, Aute me defendía una noche arcos iris como plural; a mí me gustaría arcoírises… Ambos habíamos bebido.

Pero Neruda, Neruda, el Soneto XXV de Neruda. «Antes de amarte, amor, nada era mío: vacilé por las calles y las cosas: nada contaba ni tenía nombre: el mundo era del aire que esperaba». No creo que resulte sencillo hallar un poema con un comienzo tan rotundo, tan lleno de literatura en cada elemento: el anunciado vacío de antes del amor, la equiparación de los itinerarios callejeros con los objetos, el nombre como signo de existencia –de ahí que Adán tuviese como misión nombrar a las criaturas, culminando así la propia creación– y el aire como poseedor de un universo a la espera. La música de Neruda suena en estos primeros cuatro endecasílabos como una orquesta en la que todos sus integrantes tocan afinados y perfectamente entrelazados. El poema quizá luego no mantiene esa matrícula de honor absoluta en cada acento, o quizá sí, pero en todo caso no cesan sus hallazgos:

«Yo conocí salones cenicientos, túneles habitados por la luna, hangares crueles que se despedían, preguntas que insistían en la arena». La luna, habitante de incertidumbres. Las dudas regresando obsesivas a la arena, que besa olas y marca el tiempo de los relojes.

«Todo estaba vacío, muerto y mudo, caído, abandonado y decaído, todo era inalienablemente ajeno, todo era de los otros y de nadie, hasta que tu belleza y tu pobreza llenaron el otoño de regalos».

Los dos versos finales como culminación de la poesía. Nos llega ya el otoño, amigos, y cada vez que el año se recoge sobre un montón de hojas caídas, bajo soles en retirada, yo recuerdo empecinado estos dos versos y cómo Neruda describe el amor como una estación colmada de dádivas. «Llenaron el otoño de regalos».

No caben en este Soneto XXV la futura muerte del amor, su deterioro, el invierno, la nieve manchada por los humos de los coches. Por eso es perfecto. Porque se queda en esos cinco minutos iniciales de los que habla Sabina –otro hijo de Neruda– cuando, precisamente en la citada Ahora que, afirma: «Ahora que el mundo está recién pintado». Quizá la literatura aspire con opciones serias a la plenitud por eso mismo: porque sabe cuándo detener la historia, cuándo dejar en manos de Neruda la narración del amor. Antes de que se diluyan los regalos del otoño. Antes de que regrese el vacío y la luna vuelva a habitar los túneles. Arañazos y mercromina…


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