1Q84. Murakami

Subí al tren, camino a Santander, hace un mes y pico, en pleno mes de julio. Tuve suerte a la ida: la cosa no se paró. Normal, pagamos impuestos como para que la red ferroviaria sea la mejor del sistema solar. Abrí el libro y leí los dos primeros capítulos de 1Q84, de Haruki Murakami. Cerré el tomazo, grande, hermoso, de tacto sensual, y miré por la ventana, mientras fuera Valladolid me preguntaba si no iba a bajar esta vez. No, Pucela, espera a septiembre. Y me dije: Cómo no he leído yo a este señor hasta ahora.

Sí lo leí, pero como ensayista, cuando hace siete u ocho años comencé a prepararme para escribir una novela que exigía por mi parte aprender técnicas nuevas, ensayar, volver a la guardería –novela que sigue sin publicar, por cierto, y que puede ser lo más compacto elaborado hasta ahora por mis manos–. De qué hablo cuando hablo de escribir, creo que se llamaba aquel tomo en el que el escritor japonés se extendía sobre sus hábitos como autor, sobre su manera de entender la literatura, sobre cómo lo hace él. Y sentí que compartía gran parte de la sensibilidad de ese hombre, al que equivocada y tercamente yo hasta entonces había rechazado por creerlo un fenómeno editorial sin más, de esos que venden mucho y que a los cinco años nadie recuerda porque está todo muy mal escrito.

Desde entonces, varias veces me vino la idea de leerlo, y en concreto, esto de 1Q84, título enigmático y que yo no sabía qué quería decir. Pero el azar y el bibliograma –denomino bibliograma a un listado de todo lo que leo que llevo cumpliendo desde octubre de 1997– no habían querido que fuese hasta ese momento, al subir al tren camino a Santander, cuando me topase con Haruki Murakami. De inmediato, la sensación de estar en casa, de respirar a gusto con la pausa de esa prosa rítmica y tranquila, en la que se nota que este señor, como yo, es un bebedor lento, sin prisas. La estructura sabia a dos bandas y con ecos de jazz. El fantasma de Kafka atravesando las páginas. El respeto por los personajes, que bastante tienen con lo suyo como para encima aguantar que el autor se ponga sarcástico con ellos. Tres partes. Una luna verde –pero, qué carajo, tendré que cambiar eso de otro escrito que tengo inédito y del que nadie va a creer que es anterior a mi lectura de 1Q84–.

¿Y el final? Mal. Me dejó un gusto no sé si amargo, pero sí dudoso, hasta el punto de que han pasado ya varias semanas desde que acabé la trilogía y aún no sé si me convence o no. No es efectista, pero no tiene por qué serlo. ¿Responde a todas las subtramas abiertas? Creo que algo queda suelto. ¿Te deja huérfano de la historia, deseando comenzarla nada más leer el punto y final? No lo sé. Dudo. Supongo que él dudó. O no. Quizá escribió honestamente, como entendió que debió hacerlo.

Por lo pronto, ahí tengo ya Tokio Blues. Ya os contaré. En todo caso, para mí, supone una satisfacción, un alivio, que exista Murakami.


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