La falta de fe

Hay gente que no se hace preguntas, me dicen.

¿Cómo? No es que no se hagan preguntas: es que muchos han interiorizado el mensaje del poder con tal intensidad que llegan a creer que no está bien dudar del discurso oficial.

Ha llegado a estar mal visto el hecho de poner en cuestión lo que dicen los gobiernos, o los telediarios o los llamados «expertos» -que ni siquiera tienen por qué existir, como es el caso del fantasmagórico comité que se inventó el Gobierno español-.

De este modo, la imprescindible duda, la distancia respecto al mensaje del que intenta controlarte, se vuelve pecaminosa. La «nueva normalidad» se ha revelado como una elevación a la máxima potencia de eso que ya llamábamos «pensamiento único». No es que esté mal pensar: es que es delito y pecado.

Nada fuera del rebaño. Nada fuera de la tendencia oficial. Una simple sospecha de que las cosas no son como nos dicen ya te convierte en objeto de mofa. En sospechoso. En peligroso. En nocivo. Es posible que te llamen negacionista por no tragarte los delirantes mensajes que llegan desde las altas esferas o por no seguir sus indicaciones, a todas luces perjudiciales.

Sócrates, hoy en día, sería tomado de inmediato por un irresponsable. Por culpable. Y le harían beber la cicuta de nuevo, pero esta vez por dudar de lo que dice la mayoría y además hacerlo sin mascarilla, sin bozal.


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