Claro que entran ganas de rendirse, y a veces en repetidas ocasiones al cabo del mismo día, viviendo, como vivimos, bajo el aguacero de la mediocridad, de lo anodino, de lo superficial. Se hablaba en esta columna el jueves pasado de la necesidad de sacar fuerzas de flaqueza para no sucumbir al desánimo, y aquello tocó la fibra de muchos, honestos, que admitían la dificultad del asunto.
Claro que entran ganas de rendirse ante tanto grito convertido en canción. Ante un sistema depredador que parece diseñado como un laberinto para ratones del que no existiese escapatoria. Ante el uso prostituido de la palabra usada con mala intención para que nos dañemos entre nosotros. Pero siempre encuentra uno la tabla a la que asirse en medio del naufragio cotidiano. Supongo que cada cual tiene sus propias salidas, y yo sólo puedo hablar de las mías, que no hay por qué compartir pero tampoco desdeñar. Ayer me llegó una, en mitad de la tarde, en la plaza de toros. Fue a raíz de la actuación de un diestro madrileño que sentó cátedra de ética y de estética, valga la redundancia.
Se llama José Ignacio Uceda Leal y, para el que no lo sepa, es un torero al que todavía reconoces como tal si lo ves por la calle, erguido, elegante, como si llegase paseando desde otro tiempo. Pero es de ahora, actual, hasta algo más joven que yo, que ya no soy joven. Uceda Leal, en Las Ventas, con los toros de La Quinta, le recordó a Madrid la esencia misma de la ciudad, de las maneras clásicas, de la suavidad, del sentido en lo que se hace, de la eficacia de la armonía empleada como alto instrumento y no como vacuo alarde.
Uceda Leal, ayer, hizo lo mejor que se podía hacer con lo que se encontró. Creo que no me equivoco si digo que, con la materia prima que llegó a sus manos, sacó el cien por cien. Eso es el éxito. Más allá del número, de la aprobación de los demás –que la tuvo– o de las orejas paseadas –una, bien concedida–. El hacerlo del mejor modo posible. El hacerlo de tal forma que estés seguro de que no vendrá nadie a mejorar lo tuyo, porque no es posible. Casualmente, ésa es la definición que yo tengo de la poesía, sin aspavientos ni grandilocuencias: aquello que no se puede decir mejor, con menos palabras y más carga de significado y sentimiento.
Cuando ves a alguien manejarse con tal dominio en su oficio, conociendo los resortes últimos del mismo, asistido además por una plasticidad que infunde admiración y respeto, te planteas que claudicar no puede ser una opción. Si Uceda Leal sigue ahí, distinguido, fino y defendiendo un modo de estar en la vida, con esa naturalidad, sin poses ventajistas y estudiadas, tú tienes que mantenerte a flote, carajo. No le visteis hacer el paseíllo, ayudar a su primero haciéndoselo todo a favor, o los naturales profundos, limpios, cargados de contenido, los derechazos poderosos enguantados en seda, las muñecas pulseando la geometría, tomar una decisión acertada tras otra sin aparente esfuerzo o las dos tizonas firmes que empleó, como un mosquetero de Dumas.
Claro que entran ganas de rendirse, viendo el panorama desolador que tenemos enfrente. Pero busquemos nuestro Uceda Leal. Busquemos la virtud y el conocimiento. El resto es humo.