La Pasión de Roca Rey, según Albert Serra
Aquiles tuvo en su mano la elección de optar por la inmortalidad que concede la gloria o la de una vida placentera y larga, cómoda, lejos de la batalla. Escogió la primera. Murió pronto, joven, en Troya, pero aún hoy sigue entre nosotros, encabezando columnas como ésta. Fue su elección. El héroe, por lo tanto, es el que tiene una causa en el alma y todo lo supedita a ella. Andrés Roca Rey, torero nacido en Perú y actual número uno del escalafón, siente arder dentro de su pecho esa misma misión: la de la conquista. No son los muros troyanos lo que desea derribar. Y no es con ardides dignos de Odiseo como va a entrar en la mítica ciudad del toreo para tomar el trono, sino como Aquiles, a la fuerza, impactando en los tendidos, practicando la cercanía. Roca Rey anhela ser emperador. Un emperador es un rey de reyes, aquel que reúne bajo su mando numerosos reinos. Para Roca, cada plaza es un reino. Y las quiere todas. Esa ambición palpita en sus ojos, que contemplan el vacío mientras arruga la frente, pensativo. «¿Qué he de hacer para que la plaza se me rinda?». Y la soledad crepita en su mirada. Está solo porque su causa no puede ser compartida, ni siquiera por su cuadrilla, ni por su apoderado, ni por su familia o amigos. Está solo delante del toro, pugnando para que lo reconozcan como único. Pero el alma de las plazas reside en el corazón de los aficionados que las llenan. Por tanto, «¿qué he de hacer para que me quieran?», es lo que realmente se está preguntando.
Albert Serra ha firmado Tardes de soledad, una joya cinematográfica en la que, primero, ha comprendido, y después, ha narrado en imágenes de forma magistral lo solo que se halla quien se siente héroe y no tiene más causa que ese ansia de conquista absoluta. La película viene con un antecedente en estilo que asimismo habla de sangre y no la evita: La Pasión, de Mel Gibson. El director alarga los planos, nos deja segundos eternos con un rostro, con la arena, con la agonía del toro en la muerte. Y es que Serra ha comprendido, mejor que muchos de dentro, que la tauromaquia es un rito. No es un cuadro de Goya, ni la guitarra de Paco de Lucía. Ni siquiera un verso de Lorca. Es un rito en el que el hombre sacrifica al animal endiosado del toro, jugándose, eso sí, su propia vida, porque a veces la sangre puede ser la suya. La estructura de Tardes de soledad, también su largo metraje, llegan a resultar excesivas, agobiantes. Pero así debe ser. Excesiva, agobiante, inacabable es la misión de Roca Rey, obligado por sí mismo a ser emperador allá por donde va. Ha creado la película imágenes icónicas, como la de la cuadrilla en la furgoneta, con el diestro en un primer plano meditando sobre cómo se enfrenta a la muerte. «No sé por qué no me ha matado», algo así murmura el torero después del percance en Santander. Y algo así murmurábamos aquella noche todos los que asistimos en Cuatro Caminos a lo que acababa de ocurrir.
Qué manera de comprender y qué manera de contar la de Albert Serra. La respiración del toro llega a machacar el oído y se asemeja a los tambores procesionales de la Semana Santa de Puente Genil. El excepcional sonido ambiente de la cinta, auténtica banda sonora por encima de la propiamente dicha, recoge las voces multitudinarias de la plaza de Madrid, que en Tardes de soledad suenan como el bramido de un mar que no sabes si viene a alzarte sobre las crestas de las olas o a sepultarte en sus profundidades abisales.
Cuando vimos Sin perdón, de Clint Eastwood, comprendimos que el pistolero del Western no es un tipo de gesto impasible, sino un hombre, un puro hombre, que se sobrepone al miedo y que mata antes de que lo maten. Con la película de Albert Serra hemos aprendido que Roca Rey es humano. Sí es visitado por el miedo, pero él lo doma. Ése es su primer control: el de sí mismo. Nos queda el rostro del peruano después de recibir al toro, congestionado, o al entrar a matar, temblándole la mano tras haberse fajado con su contrario, que casi lo mata a él crucificándolo sobre las tablas de Santander. Pero, ay, se da otra preocupación, otro miedo más hondo en Roca Rey, a tenor del retrato que le hace Albert Serra: el miedo a no gustar, el miedo a que no lo reconozcan, el miedo a lo que digan de él, el miedo a que las distintas aficiones o la crítica taurina no admitan su imperio. Entre dientes, ésa es la preocupación que masculla después de pasear una oreja. Así se lo comunica a la cuadrilla.
Y la cuadrilla, claro. Indispensable compañeros de batalla. Los apóstoles del peruano. Los mirmidones de Aquiles. Desde Manuel Lara, Larita, su discreto mozo de espadas, un escudero callado cuyo único consejo es el silencio, hasta Paquito Algaba, que pugna por no llorar tras lo de Santander, por no llorar de impotencia. Y Viruta, duro en sus ojos y en sus sentencias. Y, sobre todos ellos, Antonio Chacón, que en este rito sacrificial hace las veces de san Pedro, si asumimos que su patrón toma el papel cristiano de quien se ofrece a la muerte para redimir al resto. La relación con la cuadrilla, por tanto, que lo jalea constantemente, al quite de las emociones y de manera excesiva. «Ya está», espeta Roca a Chacón, disconforme con la manera en que han enlotado. El emperador otorga y quita la palabra. A su voz. Y Roberto Domínguez, el apoderado durante aquellas tardes de rodaje, que queda sin papel, porque tampoco él tiene capacidad de compañía. Roca Rey está solo ante su empeño de conquistar la gloria. No necesita ni siquiera a su sombra.
El protagonista, con ansias totales de dominio, solo en su lucha. No sabemos cómo se maneja en la intimidad. Con los suyos. Si ríe. Si es jovial o taciturno. Si es simpático o mordaz. Si generoso o duro. Porque Tardes de soledad no va de eso. Está contando la lucha desesperada de un hombre contra el olvido, la agonía contra la nada que a todos nos habrá de tragar. Y ahí no hay nadie, nadie más que él, enfrentándose a sí mismo, al toro, al 7 de Madrid, a las aficiones, a la prensa, a lo que digan de él. A la fama.
Albert Serra ha comprendido y ha captado el alma del que aspira a suceder a Aquiles haciendo las veces de héroe. No entra en cuestiones técnicas, en si Roca torea de este modo o de otro, en si es mejor o peor diestro, en si su muletazo es trazado ortodoxamente o no, en la mayoría de cuestiones en las que nos entretenemos quienes estamos muy cerca de esto. Tan cerca, que no habíamos visto la mirada de Roca Rey, la mirada de conquistador siempre insatisfecho que sabe que le ha quedado un islote que tomar.
¿Es razonable esta misión en la vida de un hombre? ¿La querríamos para nosotros? ¿Para nuestros hijos? ¿Qué van a decir de esta oreja? ¿Habremos callado bocas? ¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué no me quieren?
Los planos últimos se tiñen con el aire de Antonio Mercero, de la tristeza final de Verano azul, y nos dejan al torero saliendo a pie, y no a hombros, como bien podría haber sido. Porque Roca sale del coso camino al siguiente, puesto que su lucha es perenne, continua, no conocerá fin, como la de Aquiles.
Mucha sangre, dicen. Pues claro. Es tauromaquia. Es un rito sacrificial. Es la sangre de la gloria, la sangre de Troya, derramada por todos nosotros. De eso va esto, como tan bien ha alcanzado a ver Albert Serra en esta Tardes de soledad, una joya cinematográfica a la mayor de las alturas.