En España ponen fin a lo que denominaron estado de alarma, a pesar de que no ha sido tal. Llevamos más de un año asistiendo a un golpe mundial mediante el que la élite avanza en la imposición de un sistema totalitario. Nos encaminamos hacia una suerte de dictadura global bajo la que pretenden tenernos como lo que somos para ellos: ganado.
Somos ganado para los gobernantes, para los que realmente gobiernan. Los políticos, a sueldo de los verdaderos dueños de todo esto, se limitan a cumplir órdenes a cambio de una vida regalada a costa de la población a la que ayudan a someter.
Se acerca el verano a España y han decidido soltar la cuerda a la cabra para que ésta pueda pastar durante los meses cálidos. Ya vendrá septiembre y se volverá a meter a los rebaños en los establos. Mientras tanto, continuarán creando en la mente y en los corazones de los más débiles y cretinos la idea de que la libertad es nociva. De hecho, ya han conseguido sembrar ese sentimiento de miedo, en una parte considerable de la población, la de espíritu esclavo: son los que piden más restricciones y más toques de queda, los que se escandalizan ante los que hacemos vida normal, los que culpabilizan de sus miedos a los libres.
La plandemia no ha terminado. Sigue su curso, machacando a la masa bajo el terror injustificado, imponiendo a los descerebrados un trapo, un bozal, signo de sometimiento, inoculando experimentos génicos que aún no sabemos si tienen una intención meramente comercial ante la que no importan los fallecidos y demás afectados o si es una matanza directa.
Escucho el balido de muchos ciudadanos. No los considero compañeros. Son esclavos. Y yo no soy ninguna oveja: no necesito que los empleados de la élite me otorguen un poquito de libertad. La libertad la ejerzo, es mía. Que saquen a pastar a su puta madre. Yo me extinguiré, llegado el caso, pero libre.