Resulta sorprendente que resulte sorprendente lo de Ábalos. Sexo. Poder. Poder y sexo. Sexo y poder. ¿De verdad nos vamos a hacer de nuevas, a estas alturas, cuando la íntima relación entre ambos campos la deberíamos tener aprendida desde que acabamos la primera cartilla de lectura? Sabíamos que se miraba hacia Pamplona y hacia Cuenca, y ahora habremos de sumar a estos horizontes con tan buena perspectiva lo de Teruel. Nada más. Ahí finaliza toda novedad.
Mostrar sorpresa por la relación entre sexo y poder sería tan inexplicable o tan hipócrita como hacerlo si nos hablan de la concordancia de estos asuntos con otros tales como la avaricia, la traición, el robo, la mentira e incluso el crimen. La política, entendida como ejercicio de poder –y no como la atención a la polis, recordemos– pertenece al género negro, a pesar de que muchos sigan yendo a buscarla al estante de la fantasía e incluso del cuento infantil. Hablemos de ese género. Hablemos de literatura, que nos encanta.
Poder y sexo. El sexo, de alguna manera, es poder. Y en el poder, entendido como lo entiende esta gente, se maneja el sexo como herramienta de trabajo. Cómo vamos a poner cara de asombro si alguien nos cuenta que se emplean las cuestiones carnales para obtener información o para mantener a alguien controlado. En esta novela negra de la que hablamos, ya que el género posee sus propios códigos, nadie se instalaría en los peldaños superiores de la jerarquía si previamente los que mandan de verdad, los de arriba del todo, no tienen con qué desactivar al empleado, no sea que éste se les venga muy arriba y llegue a pensar que pinta algo o que está ahí por méritos propios. En este género, de reglas tan claras, ningún tipo recibiría encargos ministeriales sin antes pasar por Teruel a deshoras y, de esta forma, garantizar la opción de hacerlo caer cuando convenga. Ni tipo, ni tipa, ni típex.
Que el jaleo turolense coincidiese con lo del secuestro domiciliario de la población y con la vergüenza de los nocivos bozales es tan sólo un refuerzo por guión, que todo hay que explicarlo, para que quede más claro al espectador de esta farsa que ellos son los protagonistas principales, mientras que los demás no pasamos de meros extras haciendo bulto.
La prosa negra del género político incluiría recursos estilísticos que luego facilitasen la traducción a lo audiovisual, para cuando hagan la película. Entendamos, por lo tanto, que esa fue la razón por la que incitaron al aplauso a las ocho desde el balcón. No se trataba, pues, de mofarse de aquellos a los que habías encerrado de manera ilegal y contraproducente, sin más sentido que mantenerlos asustados de cara al paso siguiente, en el que se los coaccionaría para que se dejasen inyectar. No, no fue eso. Sólo se aspiraba a que el conjunto de esos aplausos a las ocho se coordinara en palmadas al unísono, por toda España, para que el sonido seco, duro y acompasado alcanzase Teruel y marcara los ritmos según los cuales deberían ejecutarse allí ciertos movimientos con la pelvis.
Repita conmigo, por favor: «No seré hipócrita haciendo creer que no sabía que sexo y poder van en el mismo saco».
Sí me temo, conociendo la manera en que los mandamases nos verifican que la verdad es mentira y que la mentira es verdad, que después de tanto tiempo dando la turra con la existencia de Teruel, esta gente es muy capaz de decirnos ahora que tal ciudad no existe, que no ha existido nunca. Creer que Teruel existe, por lo tanto, pasará a considerarase conspiranoico, negacionista y ultraderechista. Y no descartemos que el próximo eslogan de campaña rece: «Teruel no existe». Como su vergüenza.