Aconseja el domingo, con su placidez, volver a hablar de letras, mientras el mundo, ahí fuera, sigue proponiendo distracciones. Así que, por ejemplo, vamos con José Saramago, el escritor portugués, que fue durante mucho tiempo una de mis lecturas recurrentes. Primero tuve que ponerme al día leyendo cuanto había publicado anteriormente a mi descubrimiento de su obra, a finales de los noventa, en torno al 98, creo recordar, cuando lo del Nobel; y después, ir leyendo lo nuevo según salía. Cuando lanzó La caverna lo entrevisté, y no me resultó fácil, porque yo escuchaba sus respuestas sobre la vida y la literatura, que me interesaban más que lo que pudiera decirme de política, y asistía a la charla de un hombre sensato y tan parecido a la gente normal que había poco más que asentir a lo que me iba contando. Hoy quizá sí le mostraría la muleta de lo político, sobre todo en el ámbito de lo global, retando a su lucidez.
Aquel encuentro, hará veinticinco años al menos, recuerdo que fue en la Casa de América de Madrid. Yo era joven, pero en las páginas de Saramago ya había detectado la feliz influencia de Kafka, tan querido para mí. Eso hacía que esa manera de mirar el mundo del luso a mí me resultase natural. Un relato en el que todos se quedan ciegos. La península ibérica que se desgaja de Europa y se lanza hacia el Atlántico en una singladura simpar. Lisboa recorrida junto al Ricardo Reis de Pessoa, que regresa a la ciudad una vez que su creador ha fallecido. La muerte que se olvida de nosotros y deja de cumplir con su cometido. O, en la citada La caverna, ese centro comercial convertido en ciudad, o ciudad convertida en centro comercial, en cuyo interior pretende sobrevivir un asombrado alfarero al que los tiempos han atropellado. La fórmula, una y otra vez, demuestra ser fértil: se propone una situación anómala y después se exploran todas las consecuencias de tal premisa, con la paciencia de Saramago al pensar y al escribir, que es lo mismo.
Dos aspectos me parecen importantes de su obra, de su estilo. En primer lugar, el tipo de narrador que emplea: una voz que conoce la totalidad de la historia y que a veces nos anticipa hechos del futuro que los propios personajes aún no han descubierto. Eso nos permite, como lectores, alcanzar la conmiseración, dolernos junto a los seres creados; Saramago consigue que compartamos la misma piedad con la que él trata a sus criaturas. Como escritor, a mí me ha costado mucho tiempo y muchas obras respetar a mis personajes, quererlos de esa manera. Quizá ser padre me ayudó a tal profundidad, a tal bondad, pero no sé por qué.
Y por otro lado, el manejo del tiempo de Saramago resulta harto atractivo. Los escritores, muy especialmente los poetas, se distinguen por el ritmo que imprimen a sus escritos. ¿Cómo transcurre el tiempo dentro de la obra? ¿A qué velocidad se nos ofrecen los hechos que hacen avanzar la acción? El tiempo de Saramago es paciente, lento, lentísimo a veces, algo que se acentúa por su forma de dialogar, sin guiones, de corrido, separando las distintas intervenciones por meras comas. Es decir, leer a este hombre nos exige serenidad. Hoy por hoy, en este absurdo mundo de prisas e inmediateces, hay que hacer la prueba de volver a Saramago para retornar a la quietud, a uno mismo. Porque su prosa, lenta e inexorable, como una tranquila inundación, acaba permitiéndonos nadar con fluidez. Cuando silencias al mundo y dejas que hable Saramago, alcanzas una suerte de plenitud lectora.
Ay, si aprendiésemos a querernos como él quiere a sus personajes.