Proliferaron los bombines en los alrededores de la Plaza de la Fuente del Berro, donde anoche, y con el cartel de No hay billetes bajo el brazo, hizo el paseíllo el diestro Joaquín Sabina, de azul pavo y nazareno y con montera marfileña, para enfrentarse a una veintena de canciones de diferente presentación y juego, todas ellas del hierro propio y apretadas de recuerdos por parte del respetable, envejecido como el actuante.
Hizo el paseíllo de cuerpo ausente, escenificando el funeral que es Un último vals, canción prematuramente póstuma. Pisó el escenario y se fue a la puerta del toril para recibir a portagayola Yo me bajo en Atocha, arrancando así las primeras y más emotivas lágrimas de la noche, conscientes muchos de que, después de tantas veces, ésta era la última vez.
«Mis canciones suenan mejor en Madrid, porque están en casa», dijo mirando cómplice a los tendidos, y firmó un saludo a la verónica con Vivir para cantarlo, Lo niego todo y Mentiras piadosas arracimando lances lentos, haciendo de la necesidad virtud. La voz, que se temía peor, se sostuvo en el tempo medio y la frase alargada, sin altisonancias, cargada su suerte de desamores, tequilas, chavelas, jimenas, ducados, adioses, hospitales, clubes, risas, vida, besos y muerte.
Se llevó el recital al caballo con Ahora que, hecha para percibir el inminente desvarío del amor. «Si hay algo mejor que cantar para ustedes en Madrid es cantar con ustedes en Madrid». Los parlamentos de Sabina, antaño rápidos brochazos inspirados, ahora repasan minuciosos la lección. Antes provocaba, ahora evoca. Antes, Romero; hoy, Curro.
Se echó el capote a la espalda, por sabineras, con 19 días y 500 noches, y dejó luego dos puyazos en toda la yema yendo largo al peto de la memoria, con Quién me ha robado el mes de abril y Más de cien mentiras, durante la cual presentó a la cuadrilla, con Antonio García de Diego en las labores de lidia y Mara Barros, de transparencia y azabache, recién venida del cine negro. Puso las banderillas la citada Barros, vendiéndose cara en Dos camas vacías, y Jaime Asúa vociferó Pacto entre caballeros.
Regresó al ruedo Sabina de verde botella alunarado y bombín de hilo negro, brindó al respetable e inició en los medios con parsimonia, dando cabida a la emoción de cada cual. Donde habita el olvido sonó despaciosa, así como Peces de ciudad y La Magdalena, sentado él en su silla: como Morante, toreando desde el siglo XIX. El saltarín de los ochenta hoy practica la quietud, en claro homenaje a Manolete y a José Tomás. Los pases de pecho rematando las frases se recrearon en la rima. Por el bulevar de los sueños rotos junto a Y sin embargo avivaron los olés más rotundos, cantadas al natural, echada la muleta a la mano zurda. Fin de faena con Noches de boda cosida a Y nos dieron las diez y a por el estoque. Cuadró a la noche De Diego en La canción más hermosa del mundo y Sabina, antes de entrar a matar, regaló unas dylanianas con Tan joven y tan viejo. Y entonces sí, se tiró en la derechura de Princesa, cobrándose un estoconazo pleno de pureza. La plaza claudicó. Paseó él los trofeos máximos en una vuelta al ruedo y una salida a hombros que mezclaron la apoteosis con el adiós, coral en La canción de los buenos borrachos. Y un servidor, llorado y satisfecho de años, supo que se había cortado la coleta sabínica al finalizar el festejo, el último, tan joven, tan viejo, tan rápido que se ha ido todo, tan callando.