Propósito

Estamos acostumbrados a escuchar que hay que tener ilusiones en la vida, así en plural, metas, retos, esperanzas e incluso sueños. No se puede vivir sin todo eso, nos dicen. Hay que mirar hacia adelante con optimismo. Pues no. Yo no lo creo. Ni con optimismo ni con lo contrario. Lo que hay que tener en la vida es un propósito. A secas. Una misión.

Ayer entrevisté a dos toreros que han sufrido recientemente un percance y que andan en sus respectivos procesos de recuperación: Víctor Hernández y Álvaro Burdiel, dos diestros jóvenes, pujantes, que ya han empezado a materializar de hecho, cada cual con su estilo, parte de lo mucho que se intuía en ellos. Ambos, heridos de distinta consideración, ya planean su pronta vuelta. Conozco personas que con la mitad de la mitad de la mitad de lo que han tenido ellos pasarían de baja indefinida el resto de su vida laboral. Ellos aprietan, se aprietan y miran al calendario para acortar plazos y volver a torear. Es frecuente en esa profesión este tipo de adelantos para regresar cuanto antes a la cara del toro, y la frase hecha que intenta explicar tal precocidad en la recomposición repite que los toreros están hechos de otra pasta. Pero yo tampoco creo en eso. No están hechos de pasta distinta a la de un carpintero, un oficinista o un buhonero, que no sé si quedan.

Lo que los diferencia, tal y como comentábamos ayer Burdiel y yo, es el propósito. No la ilusión. No el sueño. No una meta. Todos estos sustantivos se quedan en juegos de niños o de aficionados. Un propósito en la vida. Una misión. Tomar lo tuyo como un monacato, levantarte y ponerte a ello sin que nada sea capaz de pararte. Por eso el torero se recupera antes de estar recuperado. Por eso Tolstói o el Gabo o Umbral escribieron tamañas obras. Porque era lo que tenían que hacer. Y lo hicieron.

¿Y quién les da a los toreros esa madurez que les permite la preclaridad de conocer su propósito tan tempranamente? Tiene mucho que ver el negocio que mantienen con la muerte. Es la única profesión que trata con ella en primera persona. Antes quedaba también la guerra, pero ahora se batalla por ordenador, enviando misiles supersónicos o drones que obvian el cuerpo a cuerpo. De modo que ahí están los toreros, desde los consagrados a los incipientes y hasta los que no llegarán a triunfar, tratando con la vida y con su reverso, el morir.

Vivimos en una sociedad que ha negado la muerte, entretenida en vender su coche.com, en procesar odios inoculados desde arriba, en discutir bobadas y en traficar con memes y con consejos de mindfulness –sea eso lo que sea y se escriba como se escriba–. Y por haber negado la muerte, lo que se ha negado a sí misma es la vida. Por eso es una sociedad muerta. Sólo crece la hierba sobre las tumbas en las que descansan los restos mortales de un difunto. La vida se nutre de la muerte.

Dice Aramis,el mosquetero de Dumas, que las nubes que arrastra el viento las trae D’Artagnan. Aramis, jesuita, taimado, listo como él solo, sabe que D’Artagnan es pura fuerza, imparable, capaz de todo. Porque posee un propósito. Por eso le teme tanto su compañero una vez que han pasado veinte años y militan en bandos opuestos. A un tío con un propósito sólo se le para con un bombazo, a mala manera, a traición. Pero la guerra contra el tiempo la va a dar, la gane o no. Y eso ya constituye una victoria.

Propósito, misión. En el caso de Hernández y Burdiel es el toreo. En mi caso, la escritura. ¿Y en el tuyo, curioso lector? ¿Tu propósito? ¿Aquello por lo que darás la vida sin excusas, sin descargar en otros la responsabilidad, sin dejarte vencer por la pereza? ¿De qué pasta estás hecho, amigo mío?


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