Polis

Urge recuperar lo que es nuestro y que hemos cedido de manera despreocupada pero sobre todo muy peligrosa. La salud, la educación, el urbanismo, la economía… todo cuanto hemos dado por sentado y permitido que el Estado gestione. En teoría, se ocupa de esos asuntos en nuestro nombre y para facilitarlo todo. En la práctica, ejerce de capataz de la granja en la que esto se ha convertido, si es que no lo fue siempre, desde el principio. Las gallinas, los cerdos, el ganado, para ellos, somos nosotros.

Gran parte de todo esto que decimos que ha quedado en manos del Estado se puede aglutinar en un término: político. Como subrayábamos hace un par de días, político es el que se ocupa de las cosas de la polis. Polis, es decir: ciudad, digamos grosso modo. Para Aristóteles, la dimensión social de la polis es tal que llega a definir al ser humano como un animal político, como aquel capaz de reunirse en comunidades y convivir dentro de ellas. O sea que con el vocablo político aludimos en principio a todo aquello que se ocupa de saber cómo hemos de organizarnos, de qué normas hemos de dotarnos, qué hemos de permitirnos o no cuando nos encontramos insertos en el grupo. Luego políticos deberíamos ser todos, al modo aristotélico, porque a todos nos concierne nuestra vida en comunidad.

Todo esto, insisto, es sobre el papel, porque en la práctica, ay… El término, en la actualidad, se ha tornado antipático, puesto que se halla teñido por las prácticas corruptas que han quedado como estigma de una clase entera. Decía Anguita que no existe la clase política, en lo que parecía más un deseo que una descripción de la realidad. Anguita, me parece, hablaba al modo de Aristóteles: no debería existir la clase política como algo aparte porque políticos, de la polis, somos todos. Pero no, querido paisano, claro que existe la clase política, escogida como grupo aparte por los de arriba, los que de verdad mandan, y con unas características muy concretas para servir a sus designios. A los suyos, no a los nuestros, no a los de la polis. Cuatro son las cualidades que ha de tener un político para hacer carrera: obediencia, fingimiento, ausencia de escrúpulos y avaricia. Con esos cuatro pilares, el edificio de su carrera alzará muchas plantas, llegará muy arriba.

Hay que recuperar, por lo tanto, la palabra político, que es nuestra porque los políticos deberíamos ser nosotros. Dicho de otra manera: hemos de dejar de poner nuestros asuntos comunes en manos de los políticos actuales, de esos actores a sueldo de los psicópatas que mandan en el mundo. También los asuntos personales, como pueden ser la salud y las formación académica, por ejemplo. Pero si hablamos de polis nos referimos al grupo. El político, en su versión actual, no aristotélico, es voraz. Le dejas la llave de tu casa para que te riegue las plantas el fin de semana que estás fuera y cuando vuelves el domingo por la tarde te ha organizado la vida, ha vendido los muebles y ha puesto el piso a su nombre. Les dejas decidiendo por ti lo más nimio y acaban robándote y esclavizándote. Los de ahora, de hecho, no saben hacer otra cosa porque carecen de estudios, de formación, de ética y de profesión. Fuera del entramado del que participan, quedarían reducidos a la mendicidad. Claro que hay excepciones, pero hay que ser muy obtuso o pertenecer a la mafia citada para no admitir cuál es la tónica general, honrosos y asombrosos casos aparte.

Urge recuperar la polis, el dinero que nos roban, el abundantísimo tiempo que nos hacen trabajar para ellos, la educación, la salud, el futuro de nuestros hijos, la libertad. Urge Aristóteles.


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