He asistido a un encuentro con Juan Cruz en El País en el que se ha hablado del oficio de periodista. Había una leve mayoría de mujeres entre los asistentes, 17 a 13, pero eso no me ha llamado la atención; a fin de cuentas, en la Facultad de Ciencias de la Información, hace veintitrés años, por cada chico había cinco chicas. No, la diferencia principal ha estado en la edad. Salvo un economista y dos periodistas de la vieja escuela, de unos cincuenta y pico años, y yo con cuarenta, el resto del grupo lo han conformado jóvenes que no llegaban a los veinticinco; algunos, ni siquiera a los veinte.
Pronto, he aparcado en la puerta y me he tomado un café en el bar de enfrente. Mientras leía en el teléfono crónicas de cómo estaba la cosa por Cataluña, he visto llegar a algunos de esos estudiantes de periodismo. Un sábado, temprano, en un lugar más o menos apartado… no ha tenido excesivo mérito el deducir que iban al mismo sitio que yo. Mi sensación ha sido la de estar recordando algo. Los he visto salir a la terraza a fumar mientras tomaban su café. Una de ellas hablaba y el resto la escuchaba con atención, con caras de interés sincero. Y en ese mismo instante he reconocido la situación. Hace más de veinte años yo estaba en una mesa parecida, mezclado con otros protoperiodistas, charlando, poniendo o viendo esos mismos gestos. Después, en el encuentro, a lo largo de la mañana, esa sensación se ha asentado en mí. Como el que ve una foto antigua y reconoce una ropa de hace años y que ni siquiera sabe cuándo desapareció de los armarios.
– ¿Qué te interesa de este encuentro? –me ha preguntado Juan Cruz a las primeras de cambio, ya en el transcurso de la charla.
–He venido a recordar por qué quise ser periodista. Porque a ratos no lo recuerdo –y como si ella misma detectara en su fuero interno el desencanto, ha asentido a mis palabras una chica joven, espantosamente joven para andar ya enredada en ese sentir.
Durante cuatro horas, Cruz, incansable como es él, nos ha mostrado todo un catálogo de herramientas periodísticas, salpicándonos su entusiasmo por el oficio y sus reflexiones sobre una profesión que se tambalea entre las dudas provocadas por los cambios de costumbres en el manejo de la información. Y durante ese tiempo, he escuchado atento lo que decían; sobre todo, lo que decían los veinteañeros, ya que los periodistas mayores hablaban eclipsados por la lógica pena de haber sido apartados del ámbito laboral. En los otros, en los estudiantes, en los que empiezan –algunos ya ejerciendo, incluso–, lo que he detectado, lo que he recordado, son los mismos miedos, esperanzas, interrogantes, ilusiones… que yo tenía por esta misma profesión y a esa misma edad. No ha cambiado nada. Pero nada en absoluto. Cuando yo comenzaba, se anunciaba la llegada de las autopistas de la comunicación. Ahora, el fenómeno Twitter tiene a las empresas del ramo en un rincón del ring, a la expectativa, sin saber muy bien qué hacer con el nuevo modelo de comunicación. Cuando yo era joven, ya sabíamos que sería difícil encontrar trabajo si no contabas con alguien conocido dentro de los medios. Yo lo hice, no obstante. Tuve suerte. Esta mañana, estos chicos han explicado que sus profesores los animan a entrar en gabinetes de prensa donde el trabajo sea más o menos estable. En las universidades, en efecto, el profesorado siempre ha sido el mayor inconveniente para la formación. Veo que eso tampoco ha cambiado.
– ¿Un consejo? –ha acabado pidiendo una de las periodistas.
– Lee –le ha dicho Juan Cruz, como el que ofrece una esperanza a quien se encamina a la batalla.
He sentido alivio por no estar en la piel de esos chicos. Supongo que la mayoría de ellos tendrá que cambiar de oficio, como lo hicieron muchos de aquellos compañeros con los que yo tomaba los cafés primeros. El futuro no existía, como no existe ahora para ellos. Pero una mezcla de inconsciencia y optimismo despreocupado me llevó a seguir adelante, a no plantearme hacer otra cosa. ¿Ser periodista sin que tus padres lo sean, siendo pobre, sin una agenda influyente de la que echar mano? Creo que no tendría fuerza para volver a intentarlo. Me daría una pereza que supongo que resultaría invencible.
En fin, que no he recordado por qué quise ser periodista. De hecho, he salido con la duda de si quise serlo en serio alguna vez. Porque lo que he querido ser fehacientemente, digamos que a lo que responde mi vocación, es a la escritura en sí, no necesariamente en los medios. ¿Puedo escribir crónicas, noticias, columnas…? Claro, como escribo poemas, ensayos, guiones, cuentos o novelas. Podría escribir hasta homilías. Ojalá. Pero el oficio de periodista consiste en contar lo que ha pasado. ¿Es lo que he querido realmente? No lo sé. Ni esos chicos lo saben. Quizá no lo lleguemos a saber nunca. Pero sí he recordado el entusiasmo por vivir, que es el mismo que tenían ellos en sus ojos. Ese brillo, por todos los dioses, no lo han conseguido apagar ni las empresas en las que he trabajado, ni la labor de casi todos los jefezuelos que me han tocado en suerte, ni la espesura envenenada de muchas de las redacciones en que he tenido que habitar…
– Estás más joven que antes –me ha dicho Juan Cruz con un asombro que no ha disimulado.
– No han podido conmigo, Juan.
– Este oficio es hermoso, a pesar de todo.
Lo es. Es mi oficio. El de escribir, incluso en los medios. Leed, muchachos, leed. Y no hagáis caso a los agoreros. Nadie ha escrito el mañana. Eso nos corresponde a nosotros, precisamente. Había gente en esa sala con madera para la duda. He escuchado preguntas certeras como flechas apaches, comentarios hondos y análisis estupendos en bocas jóvenes pero ya con conocimiento. Benditos sean. Cómo me hubiese gustado seguir escuchándolos mucho más tiempo, incluso cuando se han referido a asuntos que yo creo tener resueltos.
No se sabe por qué un chico de once años de repente quiere ser periodista, de modo que mucho menos debemos esperar que ese mismo sujeto, veintinueve años más tarde, recuerde qué lo motivo a semejante insensatez. Ahora elegiría ser matemático, o físico, o pintor… O no. Para qué engañarnos. Lo más seguro es que volviera a lanzarme sobre las teclas de la máquina de escribir y luego sobre el teclado del ordenador del mismo modo, dando los mismos picotazos de pájaro hambriento. De entrada, me temo que iré a más encuentros como el de esta mañana, aunque sólo sea para constatar lo joven que estoy. Juan Cruz dixit. Y él es un maestro, carajo.