Sigue lloviendo. La sequía asintomática se prolonga por culpa de mi vecino, que insiste en poner la calefacción porque tiene frío. Es un tipo insolidario, eso de entrada, al que cuando había que arrimar el hombro jamás se le vio salir a aplaudir a las ocho ni un solo día.
En el bloque nadie sabe de qué trabaja. Baja mucho a fumar a la puerta, saluda, sí, saluda, pero nadie sabe de qué trabaja: lo mismo se le ve un lunes por la mañana por el barrio que se le deja de ver durante varios días. Él sabrá.
Sí sabemos que no recicla. Lo sabemos porque no se corta un pelo. A plena luz del día tira lo que no es al contenedor del papel y el cartón. Se ve que ni siquiera separa los residuos, porque todas las bolsas que baja son del mismo color.
Tiene un coche diésel, eso también lo puedo decir, porque aparca en el garaje común, donde tiene una plaza. Es un coche grande, de estos que no son necesarios para una sola persona. Y aunque sale mucho a andar por el campo, mi vecino el raro no muestra intención alguna de cambiar esa bomba diésel que tiene y que tanto perjudica a los niños pobres de África y a los niños ricos de Zurich.
Ni que decir tiene que no se puso mascarilla en el ascensor cuando había que ser solidario por supervivencia, que eso me da vergüenza recordarlo, pero así fue.
Total, que sigue lloviendo, mucho, en marzo, el tiempo está loco, yo no sé qué va a pasar, mi vecino sigue ahí, como si nada, como si esto no fuese con él, como si no estuviese pasando lo del cambio climático, la inminente invasión de Putin, como si no hubiese virus por ahí flotando al acecho de nuestros seres más queridos, como si el mundo no estuviese pendiente de a ver qué pasa con Trump, como si no nos estuviese partiendo por la mitad el machismo heterocomarcal y la antimulticulturalidad paralela, como si no viniese la ultraderecha, el negacionismo, la conspiranoia… ¡Que sigue lloviendo, madre mía, en marzo! Y mi vecino, ahí está, fumando, sin signos de arrepentimiento, sin darse por enterado de que es culpable.