Se respira ahí fuera la ilusión del lunes. Un lunes de julio, cierto es, pero lunes, que siempre tiene algo de sábana recién puesta, de pijama limpio. Se retoman las actividades, vuelven a pasar coches que parecen ir a algún lado y se sienten las ausencias escolares, como si el escenario estuviese esperando a la compañía, que salió a comer. Porque los patios de colegio, en verano, andan intentando recordar para qué sirven, cuál es su actividad, su identidad, y sólo recuperarán la memoria con las voces infantiles de septiembre.
El lunes impone su cordura y te pregunta por la manera en que has aprovechado el tiempo del fin de semana. Pero juzga rápido, y enseguida te pone a lo siguiente, a otras cosas, sin concederte demasiado tiempo para sentirte mal por el hecho de que las horas del ocio pasado no acabasen siendo del todo tuyas. El lunes supone el ver otra vez a los compañeros de trabajo, en sus dos modalidades: algunos no pueden ni verse y otros sienten lo laboral como un escape de lo hogareño. Y está también el atrapado entre dos mundos, que no soporta ni su trabajo ni su casa, y cuyo único tiempo de tregua es el del desplazamiento de un lugar al otro y el de vuelta luego. Este último anhela un largo atasco que lo libere de sí mismo.
El lunes siempre brinda bríos frescos, y hay más resistencia a la actividad y más languidez el domingo por la tarde que el propio lunes. Las últimas horas dominicales sólo saben que algo se acaba, pero cuando amanece ya no hay nada que temer, sino que aquello a lo que te enfrentabas ya está ahí, de modo que no queda otra que encararlo, afrontarlo, vivirlo.
Si las semanas fuesen vidas completas, el lunes se ha resucitado, se ha vuelto a la existencia. Y por eso los desocupados, los jubilados, los ociosos, se hallan exiliados de esta ruleta del tiempo, como budistas que hubiesen escapado de la rueda de las reencarnaciones. Yo seré un gran jubilado, si para mí queda algo de lo que me están estafando a diario. Primero, porque de leer, escribir y aprender uno nunca se jubila. Y segundo, porque espero haber cumplido los cursos sin dejar asignaturas atrás. El que, una vez jubilado, regresa al taller, a la oficina o al despacho para dar una vuelta insinúa que algo no funciona, que no se acaba de encontrar en su vida retirada, probablemente porque nunca tuvo más vida que la de ir al tajo. El otro día intentaron empezar a convencer a la gente de las bondades de permitir que los jubilados regresen a lo laboral, y lo maquillaban como un ejercicio de libertad, cuando lo único que indica es el alcance de la miseria que han causado. No hay para jubilaciones, normal, cuando apartas lo robado y lo dedicado a las actividades encaminadas a esclavizarnos y maltratarnos.
Pero grita el lunes ahí abajo, y me voy ya a vivirlo, a comprobar de qué manera la semana ha comenzado su andadura hacia el viernes. No sé qué nuevos crímenes preparan los que mandan. Los mismos de siempre, supongo, pero con fechas actualizadas. En todo caso, reseteado con los cafés inaugurales, ahí voy, hacia las siete edades de la semana, hacia sus siete días, que serán muy bienvenidos. Me incorporaré lento a la jornada mientras se me va olvidando el delirio de sueño del que salgo, en el que he visto a Morante dormir la siesta y yo aparecía vestido de torero, de purísima y oro. Cuando he despertado, Morante seguía ahí, durmiendo, pero yo no he encontrado la montera y me he tenido que poner a escribir, a vivir. Al lío, a ver qué pasa con lo del terremoto ese en Almería.