Si sumase las distancias que he hecho en tren a lo largo de mi vida, me daría para completar varias vueltas al mundo a la altura del ecuador. Ahora apenas lo hago, salvo en ocasiones puntuales. Pero antes, ay. ¿Os acordaís de los trenes?
Desde aquellas máquinas de la infancia, azules y amarillas, hasta los trenes de ahora, detenidos a causa de la eficacia con la que el sistema va demoliendo la sociedad, destrozando los transportes, las carreteras, los sistemas enegéticos, la educación, la salud, la convivencia…
En la niñez más temprana, el ferrobús, un tren que te llevaba desde Puente Genil hasta Córdoba, y que, a pesar de que nos parecía que volaba, lo cierto es que iba tan lento que te permitía contar cada olivo. Claro que había olivos, antes de que los encargados de esta pocilga recibiesen la orden de destrozar el campo para colocar placas solares sobre el mismo terreno en el que se asienta la agricultura.
Subían a aquellos trenes vendedores de dulces y lotería. Había revisores y factores. Y a veces, el tren, cuando comenzaba el verano, te llevaba más allá, retando a los mapas, y llegaba hasta Madrid. Había un vagón guardería, que a mí siempre me pareció un espanto: odiaba estar en clase, soportando horarios y normas estúpidas, como para continuar siendo enchiquerado en el estío feliz. A mí lo que me gustaba era mirar por la ventana y contemplar los caminos y las estaciones. La gente se bajaba durante las paradas con tranquilidad. Antes que los trenes tardaban más, había tiempo para todo. Ahora que pretendemos la inmediatez, nos hemos quedado sin tiempo. Ya nos avisó Michael Ende de que esto ocurriría si nos descuidábamos. Se vendían periódicos, revistas, libros, tebeos. A mí me compraban un Mortadelo y un libro cada vez, con lo cual, el regalo era doble: viajes y libros. Aún recuerdo el olor de aquellas tapicerías y de aquellas páginas.
Luego desmantelaron el Talgo para poner el AVE y poder enriquecerse cobrando comisiones y encareciendo cada kilómetro de vía hasta sacarlo cien o doscientas veces de nuestros impuestos. Y llegamos a fumar en esos asientos con cenicero, y leímos a Chandler, y a Zorrilla, y a Boris Vian, y a Jim Thompson, haciendo memoria a vuelapluma. Mucha prisa se dieron aquellos trenes de los noventa en llevarnos al siglo XXI, a un futuro que ya es pasado y del que ahora no es posible enderezar el trayecto y cambiar de estaciones. Uno siempre vive con la sensación de que erró el destino, de que se subió al tren que no era, de que hubo un cambio de agujas inesperado. Muchos pasaron por el vagón de nuestra vida, muchos se bajaron, otros tantos se han ido subiendo. Y lo mismo hemos hecho nosotros en sus respectivos ferrocarriles. Sabrá Dios hacia dónde se dirigen las vías actuales.
Los trenes se han detenido, agotados por la corrupción política; son animales sedientos que no pueden arrastrar más peso. Es una señal de la degradación a la que nos van sometiendo para que en un futuro aceptemos sus crímenes como salvación, cuando nos ofrezcan la jaula como libertad. Yo me subo a la cabina del Fali, el maquinista jefe, que nos vamos sin prisa rumbo a Algeciras, amaneciendo y charlando.