Los andamios de Stevenson

Portrait_of_Robert_Louis_Stevenson¡»Cuán poco se da cuenta el lector -mientras, cómodamente sentado junto al fuego de su chimenea, se entretiene en hojear las páginas de una novela- de las fatigas y de las angustias del autor! ¡Cuán poco se cuida de representarse las largas noches luchando contra las frases que se le resisten, las sesiones de investigación en las bibliotecas, las correspondencias con eruditos e ilegibles profesores alemanes; en una palabra, todo aquel enorme andamio que el autor edifica para demoler después, simplemente para procurarle a él, lector de su obra, algunos momentos de distracción junto al fuego de su chimenea o para moderar el aburrimiento de una hora de ferrocarril!»

Así comienza la novela de Stevenson y su hijastro Samuel Lloyd Osbourne titulada en español El muerto vivo. En inglés, The wrong box; en francés, Un mort encombrant; y en italiano, La cassa sbagliata.

Pero no es para hablar de la confusión en las traducciones para lo que empleo la cita del maestro Stevenson, ni tampoco para comentar cómo fue esa colaboración entre el escritor y su hijastro, con el que firmó tres obras. Traigo las líneas del escritor escocés -al que, como Borges, muchos sentimos como un amigo, como alguien cercano y presente-, por un expresión muy concreta: la de los andamios.

Me gusta hablar de esos andamios, me gustó desde siempre, desde antes incluso de haber leído que Stevenson usaba la misma metáfora para referirse a la tarea del escritor. Porque es cierta. El escribidor, que diría Vargas Llosa, va alzando estructuras que pueden ser mentales o anotadas. Puede levantar el andamiaje en un corcho y colgarlo en la pared frente a la que se afana sobre el teclado. O puede construir esa osamenta en libretas, pizarras, papeles, archivos, esquemas… Se trata de notas que sólo para él deben valer, y que pueden expresar lo que tiene previsto decir en cada capítulo, o la evolución de los personajes, o los conflictos que va a ir esparciendo a lo largo del texto y cuándo y cómo pretende resolverlos. Está bien. Decía Bukowski en sus diarios a colación de la novela Pulp que estaba metiendo al detective protagonista en una serie de líos y que no sabía cómo sacarlo. Pero Bukowski era perro viejo cuando escribió Pulp, y su instinto lo rescató con éxito de esos embrollos narrativos ante los cuales muchos habrían sucumbido.

Lo que quiero decir es que el escritor es muy dueño de plantear su trabajo como le venga en gana. Lo que no puede hacer, lo que es trampa, es que no quite los andamios una vez que la obra haya terminado. Porque él estimará muy meritorio el haber usado determinados moldes, incluso haber inventado algunas herramientas o haberse estado documentando (con «eruditos e ilegibles profesoImagen de JulesXTres alemanes», dice Stevenson en el párrafo inicial). Pero nada de eso debe obstaculizar al lector, molestar la lectura, impedir el desarrollo del texto. Tu esfuerzo, para ti. El lector no tiene por qué cargar con tus horas de escritura. Si sobre todas las cosas quieres verte recompensado por el esfuerzo de las horas, vete a un gimnasio y empieza a levantar pesas, o algo así. Pero no te afanes en echarle encima eso al lector.

Es que es muy importante que quede claro que los andamios con los que trabajas para poder escribir una obra no son la obra. Si empleas más esfuerzo en los andamiajes que en el propio escrito, y si además esto te está impidiendo escribir, es que algo estás haciendo mal. Piensa, con Stevenson, que el fin último del lector será el de distraerse «junto al fuego de su chimenea o moderar el aburrimiento de una hora de ferrocarril».


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