Llosa

El último del Boom, el que cerró la puerta del club, al que le cupo el triste honor de echar la tierra encima del ataúd que fue el suyo propio. Cada vez que muere un escritor, un cineasta, un pintor, un filósofo, en general, alguien relacionado con la cultura, miles de dolientes declaran que se marcha el último de los que merecen la pena, que siempre se van los mejores y que no saben cómo van a sobrevivir tras la pérdida. Con Mario Vargas Llosa no iba a ser menos. Esta semana hemos asistido al postureo mayúsculo en forma de pésames de personas que semejaban vivir secuestrados en la biblioteca de Alejandría, sin apenas ver la luz del sol, pues su tiempo se va sólo en leer al peruano.

Pero con Vargas Llosa, a pesar de tales plañideras y de estas hipocresías tan abundantes en las cuentas de las redes sociales de los políticos –sabrá Dios quién se las lleva–, sí que es cierto que se va un gran escritor. Yo no voy a resumir aquí su obra, evidentemente, en un par de columnas apretadas, sino a recordar una anécdota vivida en primera persona con este hombre. Porque me pareció bella. La cosa sucedió en la plaza de toros de Illescas, en Toledo, en el año 2022, donde yo había acudido para cubrir la Feria del Milagro. Toreaban Morante de la Puebla, Andrés Roca Rey y Pablo Aguado, con reses de José Vázquez. Vargas Llosa, tocando alambre, veía la corrida en un lugar destacado, junto a su pareja de entonces, Isabel Preysler. La prensa de la cosa insistía en preguntarles. Para algunos de aquellos micrófonos, Vargas Llosa tenía valor sólo por ser la pareja de Preysler. Toreaba Roca Rey, peruano como el escritor, al que yo me acerqué después de una de sus actuaciones para obtener alguna declaración. «Nunca es una tarde más», recuerdo que me dijo el torero. «Cada tarde es distinta y no hay que dar el éxito por descontado ni sentirlo como una rutina». Y, en efecto, nunca es una tarde más, nunca es un día más, siempre puede estar a punto de ocurrir algo que se te quede en el corazón, tal y como me pasó a mí en ese momento y tal cual ahora relato. Al acabar con Roca Rey, me di la vuelta para regresar al burladero del callejón desde donde yo seguía la corrida. Se trabaja muy cómodo en esa plaza. Y al girarme, portando el micrófono de TVE en la mano, crucé la mirada con una persona del tendido, que me observaba con ojos inquisidores, con ojos de narrador. Era Mario Vargas Llosa. Sentado con las manos por delante, con la cazadora puesta, mayor hasta el punto de poder confundirse con cualquiera de los abuelos que pasean en mi pueblo por las mananas, Llosa me miraba y me había estado viendo, entiendo yo, entrevistar a Roca Rey, su admirado compatriota y amigo. No pareció temer que le acercase el micro, ni a él ni a su compañera por aquel entonces, y nos sostuvimos la mirada con interés. Él veía a un tipo de edad mediana, cuarenta y pico, alto, con pelo recogido en una coleta, que andaba con tranquilidad por el callejón y que venía de entrevistar a un matador. Yo veía a un narrador, a un escritor que no había agotado la curiosidad por el mundo y que observaba a quien, por una cuestión de edad, probablemente le hubiese gustado sustituir. Me dio la sensación, en esos segundos que parecieron tan largos y durante los cuales ninguno apartó la mirada, que Llosa habría preferido cambiarse por mí durante un rato, cederme su asiento en la barrera, bajar al barro, a la guerra, a la década de los cuarenta, para seguir escribiendo, renovándose, ensayando nuevas conversaciones en La Catedral. La cosa acabó, antes de reanudar yo la marcha, con un gesto de cabeza por mi parte y una inclinación respetuosa y de admiración, que él correspondió de igual manera con otro gesto similar y amable.

Nunca es una tarde más. Aquella tarde yo supe que, si llego a octogenario largo, seguiré observando para contar. Y ahora, a leer a Mario Vargas Llosa, carajo, pero de verdad, no sólo para la foto.


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