Hoy, 24 de abril, Día del Libro. Sí, no estoy cometiendo un error de calendario. Hoy, 24 de abril, es Día del Libro. Y el 25 de abril, y el 26, y el 27… Todas las jornadas son las del libro, porque lo libresco tiene una presencia constante, no necesitada de campañas para hacerse la foto.
El poder querría que no supiéramos leer, que olvidásemos todo cuanto nos han enseñado los que ya pasaron por aquí. Leo a muertos, fundamentalmente, y muy poco a los vivos. Me fío más de aquellos, supongo, o quizá es que el escrito necesita de un poso que proporciona el tiempo y que poco tiene que ver con las promociones del momento o con las modas. El libro, además, es un continente. Belén Esteban puede escribir uno, o que se lo escriban y que lo firme ella. Y el objeto sería similiar en formato a uno escrito, ese sí de verdad, por Vargas Llosa, Borges, Faulkner o Tucídides. Tampoco aprecio demasiada diferencia entre Belén Esteban y muchos de los autores supuestamente serios, sólo que esa mujer va de cara, sin fingimientos, es lo que es, y la verdad siempre me parece preferible a la doblez del impostor.
Un librero de la Cuesta Moyano de Madrid me recriminaba hace años el que yo descargase títulos de internet. Le estaba comprando El mono desnudo, de Desmond Morris. Pero le hice ver que si estaba allí pagándole por ese título era precisamente por haberlo descargado antes de la web y haberme interesado por él. Se convenció. El enemigo del libro no es el que lee de cualquier manera, sino el que no lee. Y el que desea que no leas, como decía antes: el poder.
No todo lo publicado es bueno. Casi nada alcanza la excelencia, más bien. Como en todos los órdenes de la vida. Muchos camareros, fruteros, albañiles, taxistas, periodistas o escritores se afanan en vano por alcanzar los mínimos necesarios. Cada oficio conlleva su dificultad. Y escribir es fácil, pero escribir bien resulta complicadísimo. Y escribir bien siempre es casi imposible. Se parece al toreo, en ese sentido.
Pero muchos nos hallamos en los dominios del libro, persuadidos por él, encantados por el acto sensitivo de tocarlo, sopesarlo, olerlo, abrirlo, llevarlo a cada incursión callejera. Nos sentamos en los parques a leer, en los viajes, en las cafeterías. Vamos de la biblioteca a la librería, de nuestra propia sala de libros –salas, en plural, porque se desbordaron hace mucho hacia otras estancias–. Y cuando se silencia el mundo y se produce la comunión con el escrito, el acto de la lectura en sentido estricto, obtenemos un pase gratuito a un mundo que se ensancha y se ahonda, que nos ayuda a comprender el presente, a los demás y a nosotros mismos. Cada lector va engarzando el rosario de autores a su manera, y eso está bien. No me gustan las listas, los cánones, las sugerencias. La biblioteca va creciendo como una selva indómita. Los libros recién llegados se acumulan sobre la mesa del escritorio y cada dos o tres semanas exigen una labor de reordenación de los estantes, carentes de espacio, del mismo modo que nosotros nos vamos quedando sin tiempo para leer tanto como desearíamos. Y para releer, que es el acto de nostalgia del lector, el querer volver adonde uno fue feliz. Volver con la ex, que parece nueva.
El libro, única constante durante décadas. Escribir quizá no es más que un latigazo de la lectura, una consecuencia inevitable para el que ha pasado media vida leyendo y otra media en los bares. Entre una cosa y otra, hicimos como que trabajábamos, como que atendíamos. Pero no era verdad. Sólo aguardábamos la hora de salida para acariciar otra vez el lomo, oler las páginas y lanzarnos de nuevo a las fecundas vastedades de La historia interminable.