El lunes pasado alcancé la lentitud. O ella me alcancó a mí. Fue por la mañana, temprano. Había escrito ya la columna del día y andaba corrigiendo un par de textos que tenía que enviar de inmediato. Tomaba café, el segundo del día, fuera cantaban los pájaros y de vez en cuando me levantaba a fumar un cigarro contemplando los campos de olivos, porque el lunes me pilló aún por el sur. Y entonces percibí la lentitud. Se trató de un hacer las cosas gustándome en ellas, sin prisa alguna, saboreando, paladeando cada movimiento, incluso el físico de alzar la taza, tomar el ratón del ordenador, corregir alguna coma. La sensación general era que todo estaba bien como estaba, una especie de conformidad que intuyo que es la que pretenden inducir con los ansiolíticos o lo que sea que se tomen quienes están medicados.
Luego vino la jornada con sus cosas. Que si se muere el Papa, que si veo a un amigo a quien llevaba meses sin ver, que si llamadas de trabajo, que si volver a Madrid tragando el tráfico de la Mancha… y, sin llegar al agobio, aquella lentitud inicial se fue, no sé a dónde, como si se hubiese gastado, como si se hubiese evaporado su efecto.
Pensaba ayer por la tarde en ese rato del lunes durante el que sentí una suerte de beatitud, por contraste con lo que me contaba una amiga, que me escribió para quejarse de la mala vida que lleva. Cuarentona, vive en una capital de provincia sureña, trabaja en un centro donde ejerce como trabajadora social con gente muy al límite. Salía a las cinco y pico de trabajar, después de empanarse no sé cuántas reuniones, e iba con prisa, así me escribía, porque tenía que recoger al niño del apartadero en el que lo tiene para ganar mientras tanto el dinero que le cuesta apartar al niño. Esto parece ideado por Groucho, pero es así. Y la suegra en casa, lo cual parecía añadirle malestar. Y el marido a lo suyo. Estrés, carreras, sinsentido.
No estoy juzgando a nadie. Sólo los patrones de vida. Y me resultaron chocantes los contrastes entre esa extraña lentitud que a mí me tomó el lunes y la histeria vital que me describía mi amiga ayer. Me dio pena que se tenga que vivir así. Yo diría que ella posee cierto talento, además de ser buena mujer. Pero la maquinaria exige picar carne, la trituradora reclama materia prima. Y recordaba además las palabras de Antonio Gala cuando abogaba por salir de la rueda de esta esclavitud delirante. Esclavos que sirven a esclavos. El campo, esperándonos. La lentitud, en barbecho. Corren en círculos, digo siempre, y ayer se lo repetí a esta amiga fuera de sí misma, antes de que llegase a recoger a su hijo y éste se encontrara a una madre a la que rehacer.
Mientras tanto, van ensayando un modelo de sociedad en la que no haya que trabajar, con una parte de la gente recibiendo lo mínimo para subsistir e ir tirando. Modelos de granja distintos: en unos se exprime al ganado de manera intensiva, en otros se lo va apartando, limitando sus movimientos, encerrando en una jaula.
¿Y no hablamos de libros, hoy que es 23 de abril? Pues para hablar de libros, que lo hacemos constantemente, lo mismo da un día que otro. Todos los días son del libro, qué carajo. Y además, la lectura precisa tranquilidad, sosiego, esa lentitud. Un espírituo sereno, en su lugar. Un centro que no esté viviendo su propio terremoto. Unos ojos que sepan sonreír. Una boca callada, sabia. Un silencio ajeno a zumbidos, pitidos y avisos. La lentitud del que avanza.