Ahí siguen, las voces de la radio de la infancia. En aquellos despertadores con AM y FM que ofrecían la hora con dígitos en rojo y que encendían la hoguera de los susurros. Programas deportivos, o de llamadas de gente desesperadamente sola o chalada, o los de verano, los de imitaciones de personajes famosos… Años después, los de la mañana y la tarde, con más edad, yendo a la facultad quizá, voces ya de juventud, suministrándole al pedante veinteañero argumentos para esgrimir en las tertulias con los amigos-contrarios.
Luego vino ser una de esas voces, casi como algo natural. Trabajar en la radio, a la que uno siempre echará de menos, porque el juego acabó demasiado pronto y la tele resulta tediosamente lenta de hacer. Es tan corta la radio y tan larga la tele, diría Neruda.
Y bueno, pasando la cuarentena o en su inminencia, recuerdo la desconexión. Una mañana, antes de amanecer, yendo en coche, escuchando la radio, las voces primeras de la mañana vendiendo el discurso oficial. Y no pude soportarlo. No aguanté más mentiras, más gente pagada por los de arriba para que continuaran engañándonos, moviéndonos al odio y al miedo. Click. Desconecté. Y aquella mañana, de vuelta a las músicas de los discos que dormitaban en el interior de la radio del coche, algo se rompió para siempre. Un hombre salía del vallado que nos urden los que mandan. No más radio. No más voces. La radio, de este modo, unía su destino al de la tele. No más discurso oficial entrando en casa, en el coche, en la cabeza.
Y últimamente, los podcast, como una reencarnación insospechada de la radio. También ha habido que seleccionarlos, porque en ellos, de igual modo, se han introducido las mentiras, los miedos y los odios con los que el sistema procura envenenarnos.
Pero, ay, entre sueños, a punto de zarpar hacia el País de Oz de cada noche, a veces uno cree haber escuchado una de aquellas voces de la radio de la infancia. Pero no. Eran las tuberías. Era el olvido.