Ayer, después de la tormenta, un paseo. En principio, camino a la presentación del nuevo libro de Concha Calleja, que sigue dándole a los Windsor hasta que no los reconozca ni quien fundase la dinastía. Pero resultó ser martes, y no miércoles, o sea, hoy, que es cuando se presenta la cosa. Es lo que tiene no saber qué día vive uno, por mucho que por la mañana lo ponga en el recuadro de la columna, ahí arriba. Así es, amigos. Así vivo. El fastidio inicial por la confusión se pasó, en fin, y me dejó unas horas libres para dedicarlas a una de mis mayores aficiones: pasear. Y en concreto, pasear por Madrid.
Qué poco me gustan ciertas zonas, cuánto otras, y qué pena me dan algunas. No son de mi agrado zonas financieras, y sí las calles en las que percibo historia, pasado, asuntos que contar. También me gusta la vida cotidiana, el comercio, los escaparates, los parques, imaginar cómo sería mi vida en tales domicilios. O recordar como fue, de hecho. Chamberí, Luchana, cines Paradox, alguna librería a la que iba antaño, los bulevares y la glorieta de Bilbao. Ahí me encontré a Galdós, curioseando desde la terraza del Café Comercial. Veo que ha recuperado usted la vista, don Benito, le dije. Y se me sumó al paseo, agradado por el comentario. Parece que se encontraba en la glorieta porque había ido a recordar cuando ahí se situó la trinchera para repeler al francés, tal y como cuenta en un Episodio Nacional. Nos acercamos al Dos de Mayo, en la que él, como ya hiciera con la estatua propia que le pusieron en el Retiro, palpó con sus manos los rostros esculpidos de Daoíz y Velarde. Barrio de las Maravillas, Malasaña para los modernitos. Galdós y yo recorrimos la calle de La Palma, llegamos a San Bernardo, la calle Ancha, y tras saludar al Krahe en Pez, bajamos hasta Plaza España rodeando los Mostenses. Después de más de cien años desde su muerte, parecía conocerlo todo, estar al día. Va a pasar calor usted con ese gabán, don Benito, que está aquí ya el verano. No hijo, me respondió, yo siempre tengo frío. Yo vivo siempre en invierno.
Subimos a una de las terrazas de los hoteles de Plaza España. Desde las alturas, la sierra, azul de lejanías, difuminada por Leonardo. Y la Casa de Campo. Y los tejados de Madrid, todos prestos a ser destapados para descubrir las vidas de los de dentro, como en El diablo cojuelo. Y Galdós, alto de por sí, más alto aún desde las alturas, mirándolo todo con sus pequeños y certeros ojos, contempló las muchedumbres, la extensión de Madrid más allá de sus propios límites, el atardecer. Maestro, ¿muy cambiado respecto a su época? Y él, con la sonrisa triste del que se ha tenido que despedir de un perro, me dijo: Todo igual. Pero, ¿igual de mal o igual de bien? Igual de igual. No ha cambiado nada. Lo bueno es muy bueno, y lo malo es muy malo. Y lo bueno va a mejor, pero lo malo, a peor.
Un último rayo de sol rejuveneció el rostro de Galdós, y yo creí confundirlo entonces con un billete de mil pesetas. Sería por la nostalgia. O por la estafa que nos hicieron con lo del euro. O por el tiempo, que se pasa sin irse.