La belleza puede ser dañina. Belleza y daño, dos temas que pueden estar más relacionados de lo que parece. Existe gente, de hecho, que experimenta placer en el dolor, que aprecia belleza en el daño. No es mi caso, que bastante tengo con lo del IVA y el IRPF como para andar buscando más leña. Pero sí hay belleza, y a raudales, en las tormentas, como la de ayer por la tarde. Qué hermosura la del relámpago firmando los cielos acuosos. Qué amenaza sobre las ciudades y los campos supone esa nube de un azul tan intenso que aspira a la negritud y que parece que va a descargar tanta agua que ni Noé sabría cómo enfrentarse al asunto.
Una tormenta de verano de esas que traen consigo siempre un final cayó sobre los olivares de mi pueblo hace no sé cuántos años. Unos quince, creo. Y dejó al descubierto un cementerio romano, que por cierto no se tardó en expoliar antes de que llegaran a expoliarlo. Pero también provocó la muerte de un muchacho, o de varios, no recuerdo, porque el aguacero no permitió salir del coche.
La tormenta en la sierra, como un dios eléctrico que pasea entre pinares. O una que me sorprendió cierta vez, en mitad de la Casa de Campo de Madrid, una tarde de agosto, y de la que me resguardé bajo una caseta de guardas forestales, en silencio, sintiendo una serena soledad, honda e inabordable. Tormentas de verano desde la terraza de la abuela, de niño, viendo a la gente correr y a los toldos querer soltar sus cadenas para emprender el vuelo.
La tormenta comienza con un olor, como tantas otras cosas buenas. Como el pan. Como el amor. Y envía delante de sí a un viento que es un heraldo y que va cantando lo que va a venir.
Agua, viento, fogonazos celestiales, temblor del trueno que suena a imperios aéreos batallando entre sí. Y se iba la luz a veces, se iba de verdad, sin que fuese provocado como el apagón/apagado del otro día. Y contábamos los críos los segundos entre el relámpago y el sonido, multiplicando como habíamos aprendido para conocer la distancia de la tormenta, cambiante. Parecíamos aprendices de Spock con aquellos cálculos, primeros de la física aplicada al mundo cotidiano.
Tormenta arrebatadora, irresistible como una novia feíta y con buen cuerpo. Guerra civil de las nubes. Bramido de la natura. Leíamos sobre los mapas Cabo de las Tormentas y nos temíamos que ni siquiera Julio Verne pudiera sacarnos con vida de aquello. Despertador de santa Bárbara. Olor a tierra mojada, aire cargado de ozono, piel erizada del cielo.
Ya sé que muchos me diréis que son peligrosas, que os pasó algo con alguna y que no las queréis ni ver. Pero a mí dadme una buena tormenta para pasar la tarde, a cubierto, sí, sin hablar, dejando que sea el mundo quien pronuncie sus terribles palabras. Por encima del daño, me quedo con la belleza de contar truenos, guiados por centellas, coleccionando tormentas, que son tan difíciles de olvidar.