Qué difícil es arrancar una carcajada. Todo aquel que lo consigue merece que la vida lo quiera. Pero qué difícil es hacer reír de verdad, provocando la hilaridad hasta el punto de llorar de la risa. Pues eso es lo que conseguía ese señor, Francisco Ibáñez, con el niño que fui. Si lo leía en la biblioteca, a veces me tenía que ir, porque no aguantaba en silencio. Si era en casa, iba corriendo a compartir con alguien de la familia lo que tanta gracia me había hecho.
Aquellas risas, todavía sin sarcasmo, sin dolor, sin impuestos, se las debo a un señor que parecía dibujado por sí mismo y que creó una estética que aún penetra el mundo que veo. Siguen vigentes su lápiz, su trazo y su color, por ejemplo, en los amaneceres sobre los tejados de Madrid, que a mí me recuerdan a los que anaranjaban aquellas páginas. Aquellas longanizas, aquellas dentaduras saltarinas, aquellos perros aliviándose en las farolas, aquellas señoras despampanantes que siempre llevaban tres tallas menos y hacían temblar el papel. El hambre de Filemón, lo inexplicable de que nadie reconociera en Mortadelo a un superhéroe, el doctor Bacterio como anticipo de las autoridades sanitarias modernas… “Toma, para que fumes”, se decían los personajes, y en vez de un cigarro, se regalaban cerillas. Qué gran preludio del Ministerio de Hacienda.
Del lápiz de Ibáñez salían criaturas en las que se fusionaba al pícaro del Siglo de Oro con nuestro vecino. De hecho, ahí tenemos a 13 Rúe del Percebe, que tan magistralmente supieron traducir a televisión Aquí no hay quien viva y La que se avecina. Nunca me terminó de caer bien el botones Sacarino, quizá porque yo no había visto un botones en mi vida (en mi pueblo no había de eso, ni semáforos, ni futuro). A Rompetechos tampoco acabé de cogerle el aire. En cambio, tuve un profesor que se parecía al Súper, de los antiguos, de los que aún sabían enseñar antes de que el analfabetismo se elevara a asignatura.
Aquellos tebeos nos prepararon para el futuro. A nosotros nada nos sorprende cuando llamamos a un ñapas o manitas, porque ya sabemos que son hijos de Pepe Gotera y Otilio, y que todos esos arreglos que prometen acabarán mal y muy caros. A nosotros, que vimos a Ibáñez exiliarse de Bruguera, dejándose atrás los derechos de Mortadelo y Filemón, nadie tiene que explicarnos que el enemigo no suele estar mucho más lejos que nuestra propia sombra, sobre todo si viene sonriente y como benefactor.
Lo que digo, en fin, es que creo que se cumplen años de la muerte de Ibáñez. Y quería agradecerle a ese hombre las carcajadas de aquel niño, aquellas risas hondas de antes de lo que vino después. Vamos, que cómo nos va a sorprender que el parte meteorológico, al igual que el resto de supuestas noticias, haya acabado constituyendo un tebeo. Gracias póstumas, señor Ibáñez.