Los gobiernos nos mienten. Los políticos son entrenados desde jóvenes para mentir sin que se les note. A ratos, por cierto, parece que ésa sea su única formación.
Mienten los que suministran datos, los medios de comunicación, las encuestas… Todo cuanto tiene una etiqueta de oficial, todo cuanto podemos considerar como discurso oficial, es mentira.
En efecto, la sensación de que lo oficial no es verdad parece que se va extendiendo entre la gente a medida que se comprueba que lo que nos cuentan no cuadra con lo que vemos.
A millones de parados y de hambrientos les da igual que en el telediario salga un ministro presumiendo de un supuesto incremento del Producto Interior Bruto. Los hogares a los que va alcanzando la pobreza van despertando del sueño dogmático impuesto por los gobernantes. Es muy alto el precio, desde luego.
Mienten las autoridades sanitarias y académicas. Mienten todos. Y estamos llegando a un punto en el que ostentar un cargo, en vez de otorgarte credibilidad, te la quita de forma automática.
Al menos, ésta es la impresión que tiene gran parte de la población. Los empobrecidos, los marginados, los robados, los estafados, los sometidos, los despreciados, los afectados por medidas de dudoso carácter sanitario… todos ellos, ¿a quién van a obedecer, si ya no creen en nada?
Quizá lo que ocurre es que los poderosos ya no necesitan que sigamos creyendo en ellos. Quizá ha llegado el momento de la imposición por la fuerza, sin más. Si es así, algo probable, puede que tengan razón los que hablan de que acaba de comenzar la Segunda Edad Media. Ojalá no.