Llovía en Madrid ayer, como viene ocurriendo desde que la AEMET vaticinó el invierno más seco de los últimos diez eones. Caía el agua a torrentes sobre la Gran Vía, Callao, Preciados, Sol, Santa Ana. Por las aceras regadas bajaban los ríos de ciudad, de lluvia de ciudad, que es distinta a la del campo, porque no huele a verde ni a tierra. El Oso y el Madroño brillaba lo mismo que si una abuela le hubiese pasado un paño antes de que llegaran las visitas. Los paraguas se abrían como aves incapaces de alzar el vuelo, y se movían con la torpeza propia del que está hecho para volar pero se ve obligado a transitar por los suelos. Bandadas de paraguas incapaces, alguno huérfano, olvidado, quizá porque su propietario decidió acabar con todo y disolverse en el agua camino a la mar, que es el morir, ya sabemos.
La lluvia, bendita, como un alivio, como una dádiva otorgada por las alturas. La señora que me puso la cerveza de antes de comer me dijo que estaba harta ya de tanto aguacero, que hay menos clientes, que la gente sale menos cuando llueve.
Pero a mí es cuando me gusta salir, bajo esta cortina que es un telón acuoso y que está anunciando ya la inminente primavera, para la que apenas quedan veinticuatro horas. Se alzará el velo, calentarán los soles de mayo, llegarán los calores del estío, escucharemos a la gente decir que no ha hecho tanta calor desde nunca y que ya no recuerdan desde cuándo no llueve. Porque hay poca memoria de lo meteorológico, más allá del aserto borgiano de que la lluvia siempre sucede en el pasado. Cuando joven, escribí un diario durante un año entero, y cuando lo terminé me sorprendió el protagonismo que en aquellas páginas cobraba el tiempo: no el del reloj, sino el otro. Quizá eso signifique que no hay asuntos mucho más importantes que ver llover, que pasear sobre los charcos con la despreocupación de un escolar que ha faltado a clase.
El tráfico colapsado, los mapas húmedos, las hormigas parapetándose dentro de sus mundos subterráneos, los pájaros buscan-do a Hitchcock bajo los paraguas, los jóvenes descubriendo la palabra chubasquero. Nada mejor que un buen mes de lluvias para limpiar el ambiente polvoriento y soñar que desde ese barro que hollamos podemos volver a empezar.