Nos situamos hacia el final de la novela de Benito Pérez Galdós La corte de Carlos IV, la segunda de las entregas de la monumental serie de los Episodios Nacionales. El protagonista, Gabriel, un muchacho de dieciséis años nacido en Cádiz, criado en La Caleta y que estuvo en lo de Trafalgar, anda ahora por Madrid, buscando fortuna y mezclado con gentes del teatro y con cortesanos.
La acción se sitúa en el otoño de 1807. Napoleón ya ha entrado en España con sus tropas bajo el pretexto de dirigirse a Portugal y el príncipe Fernando acaba de ser descubierto encabezando una conjura para quitarse del medio a sus padres, el rey Carlos IV y la reina María Luisa de Parma, y también a Manuel Godoy.
Gabriel ha asistido a las conversaciones entre gente que hace y deshace en la Corte, gente de palacio, y además ha escuchado numerosas opiniones del pueblo. La calle anda revuelta. Unos piensan que Napoleón viene a dar un espaldarazo a Godoy -incluso auguran que el emperador va a trocear el mapa de Portugal en tres y a entregarle al primer ministro español la zona del Alentejo y el Algarve- y otros son de la opinión de que las tropas francesas vienen a aupar al trono al príncipe Fernando.
Pues bien, en éstas anda Madrid cuando Gabriel topa con el personaje de Pacorro Chinitas, de oficio amolador, o sea, un afilador, digamos. Es un tipo del pueblo llano que Gabriel recuerda como con «más talento que un papa». Y fijaos en lo que dice este tal Pacorro, sabio él: afirma que los españoles de la época serían necios si se fiasen de Napoleón y que no es razonable esperar que éste venga ni a favorecer a Carlos IV ni al que después reinaría con el nombre de Fernando VII, sino a apropiarse de España. Y atentos a la frase con la que pone colofón a su pensamiento:
– «Aquí vamos a ver cosas gordas y es preciso que estemos preparados, porque de nuestros Reyes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer nosotros».
En efecto, luego vino la ocupación napoleónica y el levantamiento contra el francés. Gabriel opina que Bonaparte fracasó porque creyó conocer España siguiendo el reflejo de sus reyes, y no el de esa parte del pueblo que encarnaba este tal Pacorro. Así fue.
¿Y por qué hablo de todo esto? Pues por lo oportuno del pensamiento del personaje de Galdós, que hoy por hoy nos viene pintiparado, como dice el cura de Amanece que no es poco. No estoy estableciendo que la situación sea parecida a la de ahora. Sostengo que es idéntica. Y lo digo en un aspecto muy concreto: donde Galdós se refiere a los Reyes (sic), en la actualidad, en 2020, aludimos a la clase gobernante -incluyo en ella tanto al Gobierno como a todo lo que suene a institución desde la que se presiente poder-.
La mayoría de los españoles -y sospecho que esto es extensible a la ciudadanía de otros países- hace mucho que no se cree nada de quienes gobiernan. Salvo para sus allegados más íntimos, salvo para quienes están comiendo gracias a ellos -bien sea por haber sido colocados en ciertos puestos de manera directa o bien sea a través de negocios personales-, hace muchos años que el descreimiento es el fundamento de nuestra relación con el poder. Insisto en que esto puede ser global, aunque en España lo veamos acentuado.
De hecho, me temo que hace varias votaciones ya que quien gobierna en España no obtiene su cargo por méritos propios, sino por recibir los réditos de un voto de castigo que se ha emitido contra otro dirigente. Aznar fue presidente contra González. Zapatero, contra Aznar. Rajoy, contra Zapatero. Lo de Sánchez, además, a mi juicio se explica sumando a esta ecuación el empeño personal de alguien dispuesto a llegar al poder a costa de lo que fuera, algo muy lógico en la política, pues ésta consiste en esencia en una «lucha por el poder», tal y como anticipó Antonio García-Trevijano.
De modo que, parafraseando a Galdós, Pacorro Chinitas bien podría asistir a los sucesos actuales y concluir:
– Aquí vamos a ver cosas gordas y es preciso que estemos preparados, porque de nuestros gobernantes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer nosotros.
No vaticino nada en concreto, ni mucho menos, pues yo no tengo vocación de Nostradamus, pero sí que afirmo lo siguiente: se entiende que nos prefieran entretenidos con bobadas y no leyendo a Galdós. Ay, que vuelva don Benito, aunque sea para un rato.