Jugábamos en la calle los niños de antes, sobre todo los que nos criamos en los pueblos, despreocupados de coches, portadas de la prensa y futuros. Era aquel un territorio libre, ajeno al mundo de los adultos, en el que constituíamos una sociedad aparte, una sociedad de niños, con sus propias reglas. Aprendimos pronto lo que a otros les costó años y muchos libros sesudos: la injusticia, la fuerza, el poder de la palabra, la teoría del etiquetaje, bla, bla, bla. Nosotros traíamos eso aprendido. Porque en la calle siempre había un matón, un cobarde, un pelota, un envidioso, un buen tío con el que se podía contar, un arriesgado, un cruel, un listo, varios tontos… Sí, también nos fuimos acostumbrando a esa desproporción a favor de la idiotez que de adultos hemos visto perpetuada en los trabajos, en las vecindades, en los bares…
A los niños de hoy les falta calle, criados en jaulas, saliendo poco de casa, en clases extraescolares, en centros comerciales, y pegados a una pantalla mediante la cual ven un mundo que les impide percibir el otro, el de ahí fuera, el del barrio, el de los demás. Aprendíamos mezclados por edades. Los mayores cuidaban de los más pequeños. E íbamos recibiendo las claves de la selva. Nos peleábamos sin psicólogos que acudieran al rescate. Nos reconciliábamos sin motivos ni rencores, aunque esto último con salvedades: también la calle era escuela de odio y las discordias que surgieron resultaron mayúsculas y acaso no igualadas luego. Si dos no se podían ni ver, eso era a perpetuidad.
Por otro lado, no éramos tan bobos como para no percibir que unas familias tenían más que otras, pero cierto es que la valía de un tío no se medía por el dinero que hubiese en su casa, sino por cómo se manejaba ese tipo, por cómo trataba a la gente. Recuerdo a todos, y sus motes. A algunos los he seguido viendo muy de vez en cuando. Son ya señores, y los hay que parecen sus propios padres e incluso sus abuelos, pero yo sigo viendo a los niños con los que me crie en la calle. Fulanito, el que tan bien jugaba al fútbol. Menganito, el que era un cabrón ya de chico, y a mejor no ha ido, claro. Zutanito, qué listo era, si hubiera podido estudiar… Ojo, que la gente más tonta que yo he conocido tiene carrera universitaria. O carreras, en plural. Desde 2020 hemos comprendido que, como era de esperar, el adoctrinamiento prolongado del sistema educativo intensifica y cronifica la imbecilidad: cuantos más estudios, más tontos, parece ser la tendencia. Siempre hay justos en Sodoma, lógicamente. E idiotas ágrafos.
Pero aquellos cabrones de la calle, aquella pandilla de mocosos hambrientos y con mala fe, en qué andarán. Y bueno, de eso va todo esto: de cómo somos extraídos de la niñez e ingresamos en el tiempo. Por eso quieren que tu hijo no aprenda, que no despegue la cara del móvil, que no pueda salir a la calle. No sea que se dé cuenta de todo.