Has de saber, querido e incrédulo amigo, que todo cuanto te están contando es cierto. Ayer asistimos, en la plaza de Madrid, a la canonización de Morante de la Puebla, hacedor de todos los milagros a la vez. Después de la feria de San Isidro, una Cuaresma tan ayuna que salimos del banquete con más hambre que con la que entramos, la Corrida de la Beneficencia se materializó como un Pentecostés que dio por superadas todas las privaciones. Y Morante, el hombre frágil que delante del toro se transfigura en un gigante alzado sobre seguridades, vencedor frente a los demonios interiores que le tientan, reunió en su persona una lista interminable de portentos. Un milagro supuso que le hiciese faena a un toro sin clase y brusco en el que sólo él mantuvo la fe. Una fe del tamaño de un grano de mostaza, tan sólo eso, le bastó a Morante para mover, no una montaña, sino al astado, que no quería. Lo mató de espada baja, sí, entregando así a la polémica su carne y la tercera oreja de la tarde. Resucitó aficiones y encarnó a distintos diestros venidos desde la historia para volver a torear mediante sus manos. Vistió como un antiguo emperador y suplió al rey ausente ejerciendo de monarca él mismo, como tan bien afirma Paco Aguado, evangelista de este noble y esforzado oficio. Se impuso sobre las herejías practicando la pureza, perdonó los pecados al siete, que lo había negado tres veces, y calmó la tormenta, andando sobre el lago del ruedo. Convirtió el impuro alcohol venteño en bendita agua cristalina, devolvió la vista a muchos que se negaban a reconocer el buen toreo, abrió las mareas del tráfico y alteró su curso, haciendo que la calle de Alcalá se detuviera, ocupada la vía pública por esa multitud que acababa de recibir el mensaje de las Bienaventuranzas. Morante, retornado de sus infiernos como un Sol invicto, venció al mundo y salió al balcón del hotel para impartir una bendición con una clara naturaleza urbi et orbi. No hay que descartar el surgimiento de una peregrinación hasta La Puebla, buscando los creyentes las aguas de ese Jordán que es el Guadalquivir por las marismas.
Salió a hombros junto a su hijo, y ahí vimos al padre ascendido, al hijo mirando al padre y al Espíritu Santo de Rafael de Paula aromando el tránsito de lo terrenal hacia lo imperecedero.
José Antonio, hombre tranquilo, seguramente contemple con escepticismo lo que le está ocurriendo a Morante.Pero debe admitir que la joven muchedumbre que lo alzó a hombros y lo sacó de la plaza lo hubiese conducido fervorosamente hasta su casa misma si así se hubiese terciado. Una palabra de Morante bastó para sanarlos del tedio, de la desesperanza, de la soledad. Morante ha sido canonizado. Pero practicada su predicación, ¿quiénes habrán de ser los apóstoles que tomen su mensaje y lo perpetúen? ¿Será capaz este ministerio, unido a la apoteosis de la Pasión recién ocurrida, de doblegar el imperio de los despachos, echar a los mercaderes del templo, sanar la lepra y alumbrar la renovación del escalafón y del sistema? ¿Hemos de cambiar los calendarios y la fecha de ayer supuso el principio de un nuevo tiempo, de una era de vuelta a la esencia de las cosas? Eso no lo sabe nadie, ni siquiera Morante. Y un milagro por acaecer: la multiplicación de aquellos que afirmarán haber estado ayer en Madrid, incapaces de soportar la desgracia de no haber asistido. Como te pasa a ti, querido e incrédulo amigo. La paz sea con todos vosotros.