King

Qué bien se está dentro de un libro, uno de esos bien gordos, con páginas que huelen igual que el tiempo, de los que te otorgan la capacidad de desaparecer ante el resto del mundo. Conseguir tal cosa con un escrito es meritorio. Conmigo lo han hecho Agatha Christie, Tolkien, Dumas o Melville, entre otros. Y uno más que no sólo lo logró cuando uno era niño y adolescente sino que lo sigue logrando aun hoy. Stephen King. Si en los noventa tú decías que leías a este hombre, los puristas te ponían más mala cara que mi perro cuando llueve, porque claro, ellos no se rebajaban a leer esto, ocupados como estaban siempre con Hegel y con Wittgenstein, a los que por otra parte jamás habían leído.

La crítica no perdonó nunca a King que hubiese tenido tanto éxito, que se hubiera hecho millonario escribiendo desde una autocaravana sin contar con su docta opinión, que es la que sentencia qué es bueno o malo, qué se debe leer o qué se debe desdeñar. Ya vemos que la inquisición cultural es tan torpe como la política, porque es la misma.

Pero King nunca necesitó la condescendencia de ningún director de revista cultural, no fue un escritor subvencionado obligado a obedecer discursos oficiales que le garantizasen ingresos con los que pagar sus cosas. King reventó la cuenta del banco con sus primeras novelas, casi todas ellas adaptadas al cine. Cuando le dijeron la cifra que le iban a pagar por Carrie, el tipo se cayó para atrás, literalmente.

Tomás, amigo, lector desprejuiciado y camarero, que había leído a King y a Hegel, daba en el clavo cuando me decía por aquel entonces que si dentro de cien años alguien quiere saber cómo era la sociedad de finales del siglo XX en EEUU lo más efectivo sería leer It, El resplandor o Misery. Es un escritor de cercanías, de vida cotidiana, casi naturalista, aunque esto resulte chocante frente a sus argumentos terroríficos, de ciencia ficción y fantasía. King se marca unos Episodios Nacionales a lo Galdós, pero sin necesidad de acontecimientos de referencia, salvo alguna excepción, como hace con el asesinato de Kennedy en la novela 22/11/63. E inestimables, por otra parte, resultan sus consejos para el oficio de narrador en el ensayo Mientras escribo.

Con King hemos conocido la felicidad del lector, la única misión realmente literaria. Sus personajes se parecen a la gente a la que conocemos. Sus pueblos, al nuestro. Sus odios y temores, a los que nos acechan. «Mi inspiración es lo que habita bajo tu cama», llega a decir. Y además es un escritor de trabajo diario, sólo interrumpido cuando sufrió el atropello que casi lo mata. Es atrevido, valiente a la hora de imaginar. Deja que sus personajes se relacionen entre ellos con libertad y ahí consigue el terreno fértil desde el que le va germinando el libro. Cierto que nunca dio importancia a los finales, algo en lo que yo jamás estaré de acuerdo, pero en los últimos años, depurado ya de tantas cosas, de sí mismo, del delirio de alcohol, medicamentos y cocaína que padeció en los ochenta, parece haberse ocupado de ese final que abrocha el texto. Elevación, novela corta de 2018, culmina de manera rotunda.

Que no sé en que andarán los críticos o los pedantes aquellos que sólo decían haber leído lo que no habían leído –nunca entenderé ese impulso por afirmar que se conoce lo que no se conoce–. Pero sí sé que este amanecer, mientras los demás duermen, yo velaré armas leyendo a Stephen King. Todavía. Y con mucho gusto.


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