A través de los años y las lecturas, valga la redundancia, se ha ido afianzando en mí la idea de que Kafka es un escritor realista. Si tuviese que elegir sólo a un puñado de escribidores, como dice Vargas Llosa, de los que uno se ha ido nutriendo, él estaría en ese grupo, quizá junto a Homero, Cervantes, Lorca, Baroja y Borges.
Qué escritura tan extraña la de Kafka; o mejor dicho, de qué manera señala hacia un autor raro, de costumbres, peculiares, excéntricas. Sin embargo, nada más lejos. Dejando aparte la tortuosa relación con su padre, Kafka no se habría distinguido de los muchos funcionarios grises que acuden a sus citas con los horarios y con quehaceres automáticos que hacen pensar poco. Pero ahí lo tenemos, escribiendo La metamorfosis, El proceso o El castillo, inacabados estos últimos. Que Gregorio Samsa se despierte convertido en insecto o que a Josef K. lo sometan a una investigación asfixiante, sin escapatorias y que conduce al peor de los fines puede parecer un ejercicio de imaginación que nos conduce a mundos extraordinarios. Imaginativo es, qué duda cabe, pero adónde nos lleva no es a otro lado, sino a éste, al presente, al entorno de Kafka, a nuestro entorno.
Hipersensible como era este hombre, no podía dejar de percatarse de los distintos telones que la realidad le ofrecía como distracción. Lo que él hace es quitarlos todos y dejar el escenario al desnudo. Elimina los hilos que mueven a las marionetas, y a las marionetas mismas, y nos deja al descubierto al titiritero que pretende imbuirnos en su interpretación de las cosas. Así, Kafka sería un antinarrador, porque narra contra el relato de un mundo artificioso. Se parece a Valle Inclán en ese sentido. Pero donde Valle deforma para reflejar lo real tal cual es, Kafka ahonda, sintetiza, esquematiza, eleva.
Gregorio Samsa, convertido en bicho, es un ser chirriante que no tiene cabida en su barrio, en su familia, en su hogar, en sí mismo. Y quién no ha quedado atrapado en procesos inverosímiles pugnando sin esperanza contra la administración, contra los burócratas, contra quienes hacen las cosas porque sí, contra quienes obedecen “porque es la norma”, por imbécil o criminal que resulte la regla.
Todos somos hijos de Kafka, obligados como estamos a sobrevivir en un sistema empapado de la estupidez con la que la maldad ejerce su mando. “Órdenes de arriba”, se escucha decir en las jerarquías. Y arriba no hay nadie, como bien sospecha Garci en El crack. Arriba es un despacho lujoso pero deshabitado, porque las órdenes no vienen desde arriba, sino desde fuera. Quien sea que organizó esto se cuidó mucho de aparecer en la foto de empresa. No acude a las comidas de Navidad ni se deja retratar. Kafka, con su cara de niño solitario al que nadie se acerca en el recreo, contempla asombrado el alcance del engaño y simplemente lo expone.
Desde 2020, el artífice de esta mentira global parece haberse cansado de la ocultación en la que vivía, y la prueba es que está haciendo todo lo posible por ser revelado. Hasta ese año, sólo los afortunados lectores de Kafka poseíamos las gafas que permitían percibir el sinsentido. Hoy por hoy, sólo quienes cierran los ojos asustados quedan al margen de la visión horrorosa y delirante de esto. Kafka ha quedado a la vista.