Hopper

Acabo de bajar a echarle un ojo al día para comprobar una vez más que todo está en su sitio. Ahí han vuelto a poner el barrio, en su versión tempranera de domingo, como un escenario, con sus silencios, su ausencia de niños yendo al colegio y unos semáforos tercos que regulan el paso hacia la nada. Se han ido todos, como suele ocurrir en estas mañanas, y esto se acentúa por el hecho de ser Domingo de Ramos. Algún deportista esporádico cruza ensimismado con los auriculares y en busca de su marca personal. Hasta el bar de la esquina dormita, en un descuido del horario que delata que quizá anoche cerraron algo más tarde. Por no haber, no hay ni perros que hayan bajado a sus dueños a que den una vuelta. Mañana primera del domingo, almacén de soledades.

El barrio, hoy, aspira a ser pintado por Edward Hopper en lo que sería una redundancia porque él ya tiene una obra en la que retrata el desierto dominical y su carencia de pulso. La primera vez que vi un cuadro suyo fue en el Thyssen de Madrid, siendo yo un jovencito obstinado al que le costaba salir del Prado, como si por el hecho de visitar museos distintos estuviese cometiendo una traición. Y ahí me encontré a este hombre, a la obra de este hombre, sin guías, ni catálogos, ni comentarios contextuales. No era necesario. La soledad saltaba de los óleos y chorreaba fuera de la escena, salpicando las salas y a los visitantes.

Me gusta Hopper por su sencillez, por su hondura, por su luz, por su poética. Parecen sus cuadros versos esperanzados en que alguien les quite el polvo del tiempo. O en que les dé un abrazo. Abundan en este artista las escenas sin figura. Ahí tenemos una casa carente de inquilinos tras las vías de un tren que no pasa. Diríamos que ese edificio padece un embarazo psicológico, pues cree equivocadamente que va a albergar una vida familiar que jamás habrá de llegarle. En una gasolinera, un empleado manipula el surtidor, pero da la sensación de que hay más fingimiento que verdad, y de que probablemente esos tanques ni siquiera contengan combustible, puesto que no esperan que por ahí se detenga ningún automovilista. Matrimonios compartiendo vidas solitarias. Una señora mira hacia fuera por no asistir al abismo que se le abre dentro. Un oficinista sin tarea asignada contempla los tejados de la ciudad y no muestra ánimo ni siquiera para arrojarse por el ventanal, que por otra parte es enorme, como si el arquitecto desease más deshacer que construir.

Y los bares, los bares de Hopper, sus barras largas, excesivamente largas, con una longitud que las hace parecer más despobladas, y sobre las que se dejan caer tipos que se han cansado de fingir que caminaban hacia alguna parte. Cuando sienta a dos en una misma mesa, éstos permanecen callados, no tienen qué decirse, y se quedan muy quietos, alelados, como a la espera de que alguien invente los móviles para meterse por fin en internet a mirar memes o noticias o cualquier otra tontería que les haga soportable el hastío.

Muchacho, diría José Luis Alvite, un día de estos contemplarás un cuadro de Hopper y comprenderás que eso no es un óleo, sino un espejo, y que la soledad que te escupe es la tuya propia. Y, claro, eso seguramente caiga en domingo.

Sigue sin abrir el bar de la esquina y el viento es frío. El tío de Amazon que traía la primavera la ha vuelto a extraviar. Parece que nos hubiese abandonado hasta la soledad, harta ya de sí misma y de nosotros. ¿Dónde tomará Hopper el café?


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