Esta mañana, mientras venía de echarle diésel al coche –casi todo el importe robado en impuestos–, escuchaba un podcast sobre Antonio Gala. Fue el escritor de éxito de mi juventud, el que más vendía, el que habitó la cúspide de la cadena trófica que es el extraño mundo editorial. Ahora que se anda celebrando la Feria del Libro de Madrid, en el Retiro, no parece descabellado pensar que el espíritu de Gala se pasea disimulado entre la muchedumbre para curiosear quiénes han heredado su trono. En el podcast, de RNE, se subraya el contraste existente entre las numerosas ventas que este cordobés nacido en Brazatortas estimuló en vida y el denso olvido en el que cayó, no ya al morir, sino mucho antes, cuando se apartó del mundo a sus soledades, sus enfermedades y sus silencios, como los pocos sabios que en el mundo han sido. También a Umbral, por cierto, le cayó encima la desmemoria colectiva en cuanto dejó de encarnar la noticia pintoresca.
Esto nos lleva a pensar que la fama, que antaño se consideraba imperecedera, ha sido degradada por los usos hasta quedar empequeñecida a una gloria superficial y de pronta caducidad. ¿A quiénes se recordará de esta generación? No me refiero sólo a escritores, sino a cualquier personaje famoso que hoy goza de notoriedad y a quien espera el telón de la indiferencia en cuanto el siguiente youtuber salga con una nueva tontada. A los políticos actuales, a todos, ya en el desprecio y camino del olvido, no se los va a recordar más que como una mancha que costó limpiar. Cantantes no sé ni a cuáles tienen puestos ahora. Y de los escritores, desconozco si alguno sobrevivirá en las bibliotecas futuras, si es que en el futuro quedan bibliotecas. Supongo que Juan Manuel de Prada es buen candidato para ello, sí, al alza no sólo por sus hechuras literarias, sino por la consistencia, valentía y profundidad de su pensamiento.
Pero vuelvo a Gala, porque una frase de él en ese documental sonoro me ha provocado un vuelco. «Yo nunca he pensado que el ser escritor sea una vocación. La vocación puede ser contradicha. Y el escritor no puede contradecir su destino». La sentencia me ha removido. «Siempre supe que mi destino sería literario», proclama Borges, coincidiendo en el término con Gala. Destino quizá es un vocablo que incurre en el exceso. Pero voy a tener complicado sustituirlo. Porque yo mismo no he logrado evitar ese camino conducente a las letras. Durante muchos años, intenté no tomarme en serio la escritura, o escribir de perfil, con ligereza, aparentando desapego. Incluso me esforcé en no escribir, a ver qué ocurría. Fracasé. En efecto, tal cual Gala expone, no he podido contradecir el sendero de lo escrito, cosa que habría logrado si tan sólo se tratase de una vocación. Un destino literario. Pero un destino que no se preocupa del futuro, sino del presente, ya que el futuro desemboca en el olvido, como vemos. Entonces, ¿por qué se escribe? ¿Y por qué escribir ayuda a la sanación? ¿Y por qué destino y olvido acaban siendo sinónimos, como dos gemelos separados al nacer que se reencuentran ya ancianos? A lo mejor Gala lo sabía y se lo calló.